El pasado 20 de septiembre entró en vigor una prohibición al uso de grasas trans en alimentos procesados. La prohibición responde a un decreto, el cual señalaba que “Los alimentos, bebidas no alcohólicas, aceites y grasas no podrán exceder dos partes de ácidos grasos trans de producción industrial por cada cien partes del total de ácidos grasos”.

La prohibición parece inofensiva en un país acostumbrado a que el gobierno dicte qué tipo de bienes y servicios deben ser consumidos y en qué proporciones. Es apenas el principio, sin embargo, de una oleada de prohibiciones que comenzaron con las modificaciones en la normativa de etiquetado frontal en 2021. El gobierno, siguiendo las recomendaciones de tecnócratas de otros países, se suma en los esfuerzos para incidir en las decisiones de consumo de los individuos, bajo el pretexto de que vela por su salud.

En una sociedad libre, las transacciones comerciales suelen regirse bajo el principio caveat emptor. La traducción literal del principio es «el comprador debe ser cauteloso». Es un principio que establece que el consumidor debe ser responsable de indagar sobre las propiedades del bien que desea comprar antes de efectuar la compra. El consumidor debe sopesar los riesgos de consumir un bien en particular y demandar la información que desee al vendedor o productor.

El principio no exenta al vendedor de ofrecer información sobre la calidad de un producto o sobre los distintos riesgos asociados con su consumo; sino que vuelve al consumidor el primer responsable de demandar dicha información.

En México, el principio caveat emptor podría parecer sumamente sospechoso; parecería dejar puerta abierta a los excesos de vendedores sin escrúpulos. Parecería permitir a todo productor usar ingredientes o insumos perjudiciales. Sin embargo, el principio es valioso porque deja al consumidor decidir como adulto responsable qué comprar y qué no.

El gobierno no tiene un modo de conocer qué atributos o propiedades vale la pena revelar a los consumidores. Los atributos que a Juan le pueden parecer atractivos de conocer pueden no ser los mismos que le interese conocer a Mercedes.

La normativa del etiquetado y, ahora, la prohibición al uso de grasas trans (en los términos del decreto) ponen al consumidor en segundo lugar. Parten de la premisa de que el consumidor no es quien debe tomar decisiones, sino que debe ser resguardado de sus propias equivocaciones, sesgos o preferencias. Si en México rigiera el principio de caveat emptor, no veríamos este tipo de regulaciones, que desde arriba les ordenan a los comerciantes cómo deben promocionar los productos que ofrecen al consumidor y cómo deben prepararlos.

Cuando el gobierno atenta contra la libertad individual de esta forma, es una burocracia la que determina qué información deben adquirir los consumidores y a qué costo, así sea demasiado alto a juicio de los consumidores en contraste con el valor adicional que le dan a esa información.

No suele haber tanta resistencia popular a que una burocracia decida por los consumidores, pues suele estar compuesta de gente aparentemente bien intencionada o que recibe el apoyo de especialistas bien intencionados. ¿Qué mala intención puede tener el nutriólogo que apoya estas medidas porque percibe en ellas un bien?

Pero las buenas intenciones sólo pueden ser el punto de partida en defensa de una política pública, no un fin en sí mismas.

Más aún, las políticas coercitivas contra el consumo de grasas suelen ser regresivas y ser poco efectivas. Es decir, por un lado, afectan de manera más intensa a las personas de ingresos más bajos; por otro lado, no disminuyen los patrones de consumo de grasa de manera significativa en el agregado. Las grasas en México constituyen un bien inferior: un bien cuyo consumo prevalece a consecuencia de bajos ingresos, pero que sería menor, probablemente, con ingresos más altos. Curiosamente, entonces, una de las maneras más efectivas de conducir a los mexicanos hacia hábitos más saludables podría pasar por políticas más amigables hacia el crecimiento económico.

Las políticas prohibitivas, sin embargo, sólo aumentan costos y ralentizan la actividad económica del país. Como señalé en una nota anterior, «Las grasas trans son empleadas en la industria alimentaria porque reducen costos de producción y permiten que un alimento tarde más en caducar, prolongando su tiempo de exhibición». El uso de grasas trans no es un mero capricho de la industria alimentaria, sino que es una respuesta de una industria que busca cómo servir a consumidores en masa de la manera más eficiente posible dadas otras restricciones.

Si queremos mejorar los hábitos de salud en México, las soluciones no pasan por políticas coercitivas, sino por ampliar los espacios de libertad y de su correlato: la responsabilidad individual. En el momento en el que los consumidores mexicanos paguen o internalicen de mejor manera sus decisiones irresponsables, veremos al motor de los incentivos en acción hacia elecciones de dieta más saludables y libres.

Por Sergio Adrián Martínez

Economista por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Administrador de Tu Economista Personal, sitio de reflexiones de economía y mercados libres.

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