En México, hablar de lavado de dinero ya no es una cuestión exclusiva de cárteles y criminales escondidos en la sierra: es una práctica sistemática, institucionalizada y tolerada desde las oficinas del poder político y financiero. En pleno 2025, mientras el ciudadano común enfrenta una maraña de impuestos, trámites y amenazas fiscales por vender en línea o facturar mal un recibo, los grandes lavadores —políticos, bancos, líderes de “movimientos sociales” y narcos— mueven miles de millones con total impunidad. La corrupción no es una anomalía, es una norma; el lavado de dinero no es un síntoma, es el sistema en sí.

El discurso oficial insiste en que «todos debemos contribuir», pero omite mencionar que más del 20 % del PIB está secuestrado por economías criminales o informales, que aprovechan la ineficiencia fiscal, la complicidad judicial y la ceguera voluntaria del Estado para operar sin límites. Hoy, funcionarios públicos usan empresas fantasmas para enriquecerse, jueces desbloquean cuentas ligadas al crimen, y bancos son intervenidos por autoridades extranjeras ante la complacencia nacional. El SAT ahorca a los pequeños, pero los grandes lavadores siguen intocables.

Este trabajo expone los casos más recientes de lavado de dinero en México en 2025, tanto desde el poder político como desde el crimen organizado. Analiza las graves consecuencias económicas de este fenómeno y sostiene, con claridad, que la solución no está en subir impuestos para compensar lo robado, sino en bajar los impuestos para cerrar los caminos a la evasión, la ilegalidad y la corrupción. Mientras los buenos pagan, los malos lavan. Y eso, simplemente, ya no puede sostenerse.

Lavado desde el poder: Funcionarios implicados

Hablar del lavado de dinero en México sin mencionar al aparato gubernamental es no entender absolutamente nada del problema. La corrupción institucional no solo permite el lavado: lo protege, lo legaliza y hasta lo premia con candidaturas, impunidad y fuero. En 2025, varios casos han dejado al descubierto la podredumbre dentro de la clase política, y en particular dentro de Morena, el partido en el poder, que bajo el discurso de «no mentir, no robar, no traicionar», ha blindado a varios personajes acusados de desviar recursos públicos, operar con empresas fantasma y triangular dinero para intereses personales o de grupo.

Uno de los casos más evidentes es el de Ernestina Godoy, exfiscal de la Ciudad de México y hoy senadora por Morena, acusada por exfuncionarios y periodistas de encubrir redes de corrupción, omitir investigaciones contra políticos cercanos al oficialismo y usar su cargo para frenar indagatorias sobre desvío de recursos públicos. Aunque no se le ha vinculado directamente a operaciones de lavado, la omisión deliberada de justicia permite que el dinero sucio circule con libertad, y su actuación fue clave en congelar investigaciones contra personajes como Arturo Zaldívar, Julio Scherer o José Ramón López Beltrán.

También está el caso de Pío López Obrador, hermano del presidente, quien fue grabado recibiendo sobres de dinero en efectivo por parte de David León, entonces operador político del gobierno, supuestamente para «fortalecer al movimiento». A la fecha, no solo no ha pisado la cárcel: la FGR, bajo órdenes de Alejandro Gertz Manero, cerró la investigación, alegando que no había elementos suficientes, a pesar de los videos ampliamente difundidos. El lavado, en este caso, no es financiero: es moral, legal e institucional.

Otro caso escandaloso es el de Amílcar Sandoval, exdelegado federal de programas sociales en Guerrero y operador clave de Morena en el estado. Diversas investigaciones periodísticas lo han señalado por triangular millones de pesos a través de “Servidores de la Nación”, una red de operadores que usaba programas sociales para desviar recursos hacia campañas políticas. Aunque no se le ha procesado, las auditorías detectaron pagos sin comprobación por más de 400 millones de pesos entre 2020 y 2023.

En Michoacán, Raúl Morón, exalcalde de Morelia y actual senador morenista, fue señalado por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) por no comprobar más de 200 millones de pesos del presupuesto municipal entre 2018 y 2021. Parte del dinero habría sido usado en contratos simulados con empresas de reciente creación, sin empleados ni oficinas físicas. ¿Resultado? Morena lo premió con una candidatura y fuero legislativo.

Por si fuera poco, el caso de Segalmex, considerado por muchos el nuevo “Estafa Maestra”, ha salpicado a múltiples exfuncionarios ligados a Morena. La ASF detectó un desfalco superior a los 15,000 millones de pesos, mediante contratos inflados, proveedores inexistentes y triangulación de recursos a cuentas privadas. A pesar de la magnitud del robo, ningún alto funcionario ha sido procesado penalmente; solo se ha responsabilizado a mandos medios como una forma de simular combate a la corrupción.

Y si estos personajes ilustran el problema desde los extremos del poder, hay una tercera figura aún más preocupante: el Poder Judicial. La Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) ha denunciado que múltiples jueces federales están sistemáticamente desbloqueando cuentas bancarias congeladas por operaciones sospechosas de lavado. ¿Cómo lo hacen? Alegan “falta de pruebas” o “exceso de facultades” por parte de la UIF, sin que las investigaciones avancen ni un centímetro. Es decir: el sistema está diseñado para fallar. Los delincuentes no necesitan huir, solo necesitan un buen abogado y un juez amigo.

La combinación de estos elementos —políticos intocables, organizaciones criminales legalizadas como agrupaciones sociales y un sistema judicial complaciente— revela una verdad brutal: el Estado mexicano no combate el lavado de dinero desde dentro, porque muchas veces el lavado de dinero es orquestado desde dentro. Cada peso blanqueado por un político es un peso robado a la salud, la educación o la seguridad. Y aun así, los ciudadanos formales siguen siendo los únicos que pagan impuestos y enfrentan consecuencias.

Mientras tanto, los lavadores de cuello blanco amplían su patrimonio, blindan su impunidad con fueros o influencias, y se preparan para el próximo proceso electoral como si nada hubiera pasado. Y el Estado, en lugar de ir por ellos, prefiere seguir estrangulando fiscalmente al contribuyente cautivo.

Crimen organizado y sofisticación financiera

El crimen organizado en México ya no se limita al uso de fusiles y rutas de trasiego de droga. En 2025, los cárteles han alcanzado niveles de sofisticación financiera que superan a muchos despachos contables y despachos fiscales del país. No solo lavan dinero: lo invierten, lo protegen y lo internacionalizan. Mientras el Estado exige declaraciones mensuales a un pequeño comerciante, los narcotraficantes manejan estructuras empresariales multinivel, fideicomisos, criptomonedas y hasta franquicias legales que les permiten disfrazar sus ingresos como si fueran parte de la economía formal.

De acuerdo con reportes de la DEA, los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación (CJNG) han migrado su modelo de lavado hacia el uso de bancos clandestinos operados por redes chinas, conocidos como CUBS (Chinese Underground Banking Systems), los cuales permiten mover millones de dólares entre México, EE.UU. y Asia sin dejar huella en el sistema financiero tradicional. Estos bancos informales usan negocios de fachada —como casas de empeño, exportadoras de aguacate o constructoras fantasmas— para mezclar dinero limpio con dinero sucio y regresarlo al sistema como inversión extranjera directa, compraventa inmobiliaria o aportaciones de capital.

Además, en 2025 se documentó que grandes cantidades de efectivo proveniente del narcotráfico se están invirtiendo en el mercado de criptomonedas, aprovechando su descentralización y falta de regulación.

A esto se suma un fenómeno que el gobierno ha ignorado deliberadamente: el huachicol fiscal. No se trata del robo físico de combustible, sino de esquemas en los que empresas factureras simulan operaciones de compraventa de gasolina o diésel con proveedores inexistentes. Según El País, este esquema ha generado un boquete de más de 9,900 millones de dólares al año en evasión fiscal, dinero que termina financiando operaciones del crimen organizado, campañas políticas y estructuras paralelas al Estado.

Pero el colapso no termina ahí. En mayo y junio de 2025, Estados Unidos sancionó financieramente a tres instituciones financieras mexicanas: CIBanco, Intercam y Vector, por facilitar, presuntamente, operaciones de lavado de dinero vinculadas al tráfico de fentanilo y recursos ilícitos del CJNG. La respuesta del gobierno mexicano fue lenta, titubeante y defensiva. Solo después de la presión internacional, la CNBV intervino temporalmente a las instituciones, pero el daño ya estaba hecho: agencias calificadoras como Moody’s y Fitch degradaron sus calificaciones, y miles de clientes comenzaron a retirar sus fondos.

¿El resultado? Nerviosismo financiero, incremento del tipo de cambio, pérdida de liquidez en el sistema bancario secundario y una desconfianza creciente en la capacidad del gobierno mexicano para blindar al país del dinero sucio. Estamos hablando de bancos que manejan más del 1 % del total de depósitos nacionales. No son casas de cambio clandestinas, son instituciones legales que operaban con licencia.

La pregunta es: ¿cómo es posible que un carnicero de barrio no pueda abrir una cuenta sin presentar su RFC, INE, comprobante de domicilio y declaraciones anuales, pero un cártel pueda mover millones sin problema a través del sistema financiero mexicano? La respuesta es clara: porque hay complicidad, corrupción y cobardía política para enfrentar de verdad al crimen organizado.

Hoy, los cárteles ya no solo controlan rutas de droga: controlan mercados locales, financian campañas políticas, extorsionan empresas tecnológicas, invierten en turismo, minería, bienes raíces y hasta en clínicas privadas, todo bajo la sombra de la legalidad. Las ciudades del norte, del Bajío y del sureste han visto cómo la economía del narco se integra al paisaje urbano, con restaurantes, farmacias y desarrollos inmobiliarios que nadie se atreve a investigar.

Impactos económicos del lavado de dinero

El lavado de dinero en México no es solo una actividad criminal encubierta: es una sangría económica constante que debilita la productividad, distorsiona el mercado, inhibe la inversión y destruye la confianza en las instituciones. Su impacto no es abstracto ni lejano; se siente directamente en la inflación, en el tipo de cambio, en la pérdida de empleos formales y en la incapacidad del Estado para cumplir con sus funciones más básicas.

Para comenzar, es fundamental reconocer que el crimen organizado —principal beneficiario del lavado— representa un peso muerto sobre la economía nacional. De acuerdo con datos publicados por Infobae en junio de 2025, el narcotráfico y sus redes colaterales generan un costo económico equivalente al 18 % del PIB mexicano, es decir, más de 4.5 billones de pesos anuales. Esta cifra supera con creces el presupuesto anual destinado a salud, educación y seguridad pública juntos. Mientras tanto, el gobierno recorta gastos en hospitales, universidades y medicamentos, alegando que «no hay recursos suficientes».

El impacto también se refleja en la recaudación fiscal. El esquema de huachicol fiscal —por el cual se simula la venta de combustibles a través de facturas falsas y empresas inexistentes— provoca un boquete estimado en 9,900 millones de dólares al año, según cifras de El País publicadas en junio de 2025. Ese dinero no entra a las arcas del Estado. Se va a bolsillos privados, se lava en desarrollos inmobiliarios, en cuentas en el extranjero, en criptomonedas, en campañas políticas y, en el mejor de los casos, termina reinyectado como “inversión nacional”, completamente blanqueado. El SAT no solo lo permite: lo ignora. Prefiere perseguir a tienditas, doctores, freelancers y vendedores de Mercado Libre que no facturaron “correctamente” un envío de 300 pesos.

El daño va más allá de lo fiscal. El lavado de dinero genera una competencia desleal brutal. Las empresas formales que pagan impuestos, cumplen con sus obligaciones laborales y operan dentro de la ley no pueden competir con negocios que son financiados por dinero ilícito. En muchas zonas del país —especialmente en el norte, el Bajío y el sureste— los cárteles han comenzado a infiltrar sectores como el transporte, la construcción, la hotelería, la minería y hasta la agricultura. Estas inversiones, aunque aparentemente legales, están subsidiadas con dinero criminal, lo que permite precios artificialmente bajos, márgenes absurdos de ganancia y una presión feroz sobre los empresarios legítimos que, al no poder competir, cierran, despiden o se informalizan.

El sistema financiero también se resiente. Como ya se mencionó, las sanciones impuestas por Estados Unidos a bancos mexicanos como CIBanco, Intercam y Vector, por facilitar operaciones ligadas al lavado de dinero del CJNG, provocaron nerviosismo entre inversionistas nacionales e internacionales. El tipo de cambio superó los 20 pesos por dólar en los días siguientes a la intervención de la CNBV, y la prima de riesgo país aumentó en 40 puntos base, encareciendo el financiamiento externo y afectando la deuda soberana. En otras palabras: el narco no solo mata en las calles, también encarece el crédito para toda la nación y sabotea nuestra posición financiera internacional.

Pero quizá uno de los efectos más insidiosos del lavado de dinero es su impacto en la informalidad y la evasión. Cuando millones de mexicanos ven que los verdaderos responsables del saqueo nacional no solo no son castigados, sino que incluso son promovidos políticamente o protegidos por el gobierno, se rompe el pacto fiscal. ¿Para qué pagar impuestos si el dinero se lo roban? ¿Para qué estar en regla si el crimen y el poder lavan a gran escala sin consecuencias? Esta lógica ha disparado la informalidad laboral, que ya supera el 55 % de la fuerza laboral mexicana, y ha vuelto casi imposible expandir la base de contribuyentes. El gobierno exige más, pero cada vez más gente se sale del sistema. Es un colapso silencioso.

Reducción de impuestos: una vía para combatir el lavado

Frente a esta avalancha de corrupción institucional y crimen organizado blanqueando miles de millones, resulta no solo ingenuo, sino francamente irresponsable, pensar que la solución es seguir exprimiendo al contribuyente cautivo. Por décadas, la política fiscal mexicana ha operado bajo un principio equivocado: subir impuestos y ampliar controles para “cerrar la pinza” sobre la evasión. Pero el resultado ha sido exactamente el contrario: se ha incentivado la informalidad, se ha desincentivado la inversión formal, y —lo más grave— se ha abierto un campo fértil para el lavado de dinero.

En un país donde más del 50 % de la fuerza laboral trabaja en la informalidad y donde las microempresas representan el 97 % del total de negocios, mantener una carga fiscal asfixiante y compleja no es una política de recaudación, sino una fábrica de evasores forzados. La mayoría de estos pequeños negocios no lavan dinero por malicia: lo hacen por supervivencia. No pueden competir con empresas criminales que operan sin obligaciones, ni pueden cumplir con un SAT que exige declaraciones mensuales, facturación electrónica, contabilidad digital y cumplimiento puntual, mientras ignora los millones que se blanquean por las puertas grandes del sistema financiero y político.

Reducir impuestos no es un regalo: es una estrategia de blindaje económico y de combate real contra el lavado. Cuando se disminuyen las cargas fiscales sobre los sectores productivos —especialmente las PYMEs— se incentiva su incorporación a la legalidad. Empresas que hoy operan en efectivo y fuera del sistema pueden integrarse con mayor facilidad, permitiendo mayor trazabilidad del dinero, más fiscalización real y, sobre todo, la creación de una red de actividad económica sana que le quite espacio al dinero sucio. Es mucho más efectivo bajar el ISR o el IVA a pequeños contribuyentes y vigilarlos con herramientas inteligentes, que tenerlos fuera del sistema bajo la excusa de que no pueden cumplir con requisitos absurdos.

Además, una reducción inteligente de impuestos permitiría repatriar capitales hoy ocultos en paraísos fiscales o criptomonedas, siempre y cuando venga acompañada de certidumbre jurídica y simplificación regulatoria. Muchos empresarios nacionales no confían en el gobierno no porque sean evasores por vocación, sino porque han visto cómo las instituciones persiguen selectivamente, mientras dejan en libertad a políticos, operadores financieros o lavadores profesionales que mueven millones sin consecuencias. Si el Estado ofreciera reglas claras, tasas competitivas y cero persecución política, una gran parte del capital informal volvería al sistema y se podría formalizar por voluntad, no por coerción.

En el mismo sentido, el tema de las remesas también exige una revisión seria. En lugar de intentar gravarlas, como se ha insinuado desde el poder, el Estado debería facilitar su recepción formal a través de plataformas digitales y con incentivos fiscales para que ese dinero se invierta en negocios legales, vivienda o ahorro nacional. Gravar remesas solo empuja a los migrantes a buscar canales informales, los cuales son terreno fértil para el lavado y el financiamiento de estructuras criminales.

Reducir impuestos también fortalece la legitimidad del pacto fiscal. Un gobierno que cobra menos, pero mejor, es más respetado que uno que exige todo mientras permite que los grandes lavadores sigan intactos. Hoy, millones de mexicanos no evaden porque no quieran pagar: evaden porque se sienten estafados, porque saben que su dinero no va a medicinas ni a obras públicas, sino a cuentas opacas, campañas políticas o constructoras fantasma.

En palabras de conclusión, reducir impuestos no es populismo: es una estrategia de contención del lavado de dinero, de reconstrucción de confianza institucional y de estímulo a la economía legal. Es una herramienta para cerrar los espacios que hoy el crimen y la corrupción ocupan con total libertad. Porque mientras el Estado siga apretando a los que cumplen y dejando libres a los que lavan, el círculo vicioso no se romperá nunca. Y entonces, lo que estará en juego no será la recaudación: será la supervivencia misma de la economía formal en México.

Conclusión

El lavado de dinero en México, tanto por actores del crimen como por funcionarios corruptos, representa una de las mayores amenazas para la estabilidad económica y la viabilidad del Estado. Las pérdidas son multimillonarias, la institucionalidad se erosiona, y la desconfianza en la legalidad se extiende. En este contexto, reducir impuestos no es una concesión populista, sino una estrategia estructural para reducir los márgenes del delito, fortalecer la formalidad y cerrar las puertas al dinero ilícito. México no puede seguir gravando a los que sí cumplen, mientras los corruptos y criminales se lavan las manos, y el dinero.

Por Asael Polo

Economista por la UNAM. Especialista en finanzas bancarias y política económica. Asesor Económico en Cámara de Diputados - H. Congreso de la Unión. Escribe para Asuntos Capitales, Viceversa.mx y El Tintero Económico. Twitter: @Asael_Polo10

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