Detrás de los aumentos al salario mínimo, las transferencias discrecionales, los programas de empleo temporal o los subsidios a grupos de interés –del actual gobierno mexicano y de gobiernos anteriores– hay una justificación popular: el problema económico central, más que ser uno de crecimiento, es uno de desigualdad.

Hace días, por ejemplo, comentaba en una discusión pública que seguir la evolución del salario mínimo real era engañoso. En su lugar, argumenté, debíamos usar un indicador más conservador si lo que queríamos era evaluar el bienestar del mexicano promedio y el indicador que propuse fue el PIB per cápita real. El PIB per cápita real es un indicador de la actividad económica por habitante y se emplea como un proxy del ingreso real promedio. Es un indicador de uso convencional en la ciencia económica.

Una protesta común contra el PIB per cápita real es que no incorpora los efectos de la desigualdad económica. En la mentalidad de muchos mexicanos, el PIB per cápita es una medida no sólo limitada, sino inútil si gran parte de la riqueza en el país la concentran unas pocas manos.

Pero un trabajo de 2017 publicado en el Fondo Monetario Internacional muestra que no es así. El trabajo, titulado Welfare vs Income Convergence and Environmental Externalities, de Geoffrey Bannister y Alex Mourmouras, muestra, entre sus conclusiones, que hay una correlación robusta entre ingreso per cápita (medido por el PIB per cápita) y un indicador de bienestar. Lo interesante es que el indicador de bienestar suma los efectos de incremento en el consumo de bienes y servicios y resta los «costos» de la desigualdad económica y de externalidades negativas (como la contaminación). El énfasis anterior en cursivas es intencional: si el PIB per cápita guarda una correlación estrecha con un indicador que ya incorpora los efectos de la desigualdad, entonces el argumento popular en contra de emplearlo pierde mucha de su significancia.

Algunos mexicanos favorecen frases como «Quitarle a los que tienen más para darle a los que menos tienen». La frase es persuasiva porque, en el imaginario popular, los ricos tienen ventajas que son producto de injusticias clave: manipulan reglas del juego a su favor o explotan a sus trabajadores. Algunos de los reclamos contra los más ricos del país son completamente válidos, pues derivan de privilegios especiales a los que acceden gracias al poder político. Pero no ocurre lo mismo con otros reclamos. A veces encontramos mexicanos que simplemente creen que los ricos tienen más de lo que necesitan y que, por lo tanto, el bienestar social incrementaría si les quitamos a ellos dinero que valoran poco para transferirlo a pobres que lo valoran más. Este argumento, sin embargo, es frágil. ¿Por qué?

Uno de mis métodos favoritos para ilustrar el error del argumento anterior es pensar en la película Los dioses deben de estar locos. La película retrata a un grupo de bosquimanos, lejos de lo que nos hemos empeñado en llamar «civilización», que vive en el desierto de Kalahari. Es un grupo desesperadamente pobre y subsisten como cazadores recolectores. Un día, el piloto de una avioneta sobrevuela el desierto y arroja una botella vacía de Coca Cola. Los bosquimanos quedan asombrados por el curioso objeto que ha caído del cielo y lo consideran, al principio, un regalo de los dioses. Lo que para muchos de nosotros es una mercancía común y corriente, para ellos se volvió pronto un tesoro que causó conflicto en la tribu.

El punto es que los bosquimanos sobrevivían sin haber conocido una botella de Coca Cola. Por esa razón, antes de pontificar sobre lo que es necesario o no para una persona, deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿necesario para qué? El hombre moderno usa una enorme cantidad de bienes que al bosquimano podrían parecerle innecesarios, regalos de los dioses, como la botella de Coca Cola: aspirinas, tuberías, sanitarios, vivienda, helados de chocolate, computadoras, teléfonos, platos, utensilios de cocina, sillas, camas, mesas, hojas de papel, bombillas eléctricas, automóviles, bolígrafos… ¿Dónde trazamos el límite entre lo que es necesario e innecesario? No podemos hacerlo sin responder el para qué. ¿Necesita el hombre un sanitario y tuberías? ¿Para qué? ¿Para vivir? Los bosquimanos defecan y orinan en el suelo. Y viven. ¿Necesita el hombre utensilios para comer? ¿Para qué? Puede usar sus manos desnudas para llevar alimentos a su boca. ¿Y para qué diablos necesita un hombre aspirinas? Las aspirinas se empezaron a comercializar a partir de 1899.

Esos bienes han elevado los estándares de vida tanto de quienes ahora se consideran ricos como de quienes antes se consideraban pobres. Y los ricos de antes ni siquiera vivirían como algunos pobres de ahora.

Ahora bien, comprendido lo anterior, alguien podría insistir con la siguiente pregunta: ¿Qué tanto daño habría para la sociedad si ese excedente se repartiera generosamente por un político?

A esta pregunta habría que seguirla con otra para intuir el daño: ¿qué hace el rico con el excedente de sus ingresos que no consume? Supongamos que lo guardara en su colchón; que a otros podría parecerles un desperdicio, pero quizá no se han producido todavía los bienes que desea consumir o estima que el costo de invertir ese dinero es superior al valor del rendimiento que podría conseguir. De todos modos, gracias a ese acto nuestro rico se convierte en un benefactor público.

El dinero que el rico ha puesto bajo el colchón quedará fuera de circulación; ceteris paribus, eso significa que habrá más bienes por unidad monetaria que posea el resto de los habitantes. Es decir, las monedas del resto de los habitantes se apreciarán: podrán comprar más bienes por cada peso que gasten.

O podemos suponer que, en lugar de guardar el dinero bajo el colchón, el rico decidirá invertir su dinero. En ese caso, tratará de invertirlo en aquellas opciones que le generen el beneficio esperado neto más alto. Podemos suponer que el rico invertirá en aquellas líneas de producción con una mayor expectativa de generar rendimientos positivos en el futuro. Financiará proyectos de inversión con la expectativa de que produzcan bienes y servicios demandados por la población. ¿Y qué hará un empresario, que tiene la visión de producir esos bienes y servicios, con los fondos que le ha prestado el rico? Echar a andar su proyecto.

Y para echar a andar su proyecto necesitará bienes de capital, tierra y trabajadores. Esos fondos que ha dado el rico servirán para pagar el capital y los salarios de los trabajadores mientras se producen aquellos bienes. Bienes que, al ser puestos en el mercado y comprados por los consumidores, generarán el rendimiento al que se ha hecho acreedor el rico.

Sin aquellos fondos, que pudo haber consumido o visto cómo le arrebataban políticos sin escrúpulos, el rico no podría haber financiado proyectos de inversión con los cuales pagar el salario de hombres dispuestos a trabajar o con los cuales desarrollar el capital y la tecnología necesarias para producir bienes y servicios que son apetecidos en el mercado. Sin el financiamiento de un rico, genios como Steve Jobs jamás podrían haber visto materializadas sus ideas. Ideas que, por cierto, han mejorado el bienestar de muchas personas. ¿Tendrán idea los políticos de todos los proyectos de inversión, bienes y servicios, que jamás han visto la luz por su penalización al ahorro?

Por Sergio Adrián Martínez

Economista por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Administrador de Tu Economista Personal, sitio de reflexiones de economía y mercados libres.

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