El 24 de octubre de 1929, conocido como el «Jueves Negro» (o «Viernes Negro» en Europa debido a la diferencia horaria), comenzó el desplome de la bolsa, marcando el inicio de la Gran Depresión. En pocas semanas, la Bolsa de Nueva York perdió más de la mitad de su valor, millones de personas perdieron sus ahorros, los bancos quebraron y el desempleo en Estados Unidos superó el 25 por ciento.
Este colapso económico no fue una recesión común, sino una crisis global. A día de hoy, se suele interpretar erróneamente como prueba del fracaso del capitalismo. Sin embargo, un análisis más profundo revela que no fue el libre mercado el que falló, sino la política, especialmente la del banco central, que desestabilizó la economía mediante una política monetaria artificialmente barata.
Ya en 1963, Murray N. Rothbard demostró en «La Gran Depresión de Estados Unidos» que la catástrofe fue consecuencia de una política monetaria errática e intervenciones masivas. Su análisis confirma lo que la Escuela Austríaca ha enseñado desde la «Teoría del dinero y del crédito» de Mises (1912): la manipulación de los tipos de interés conduce inevitablemente a distorsiones en la acumulación de capital.
Los tipos de interés desempeñan un papel crucial en el mercado: regulan la relación entre consumo y ahorro. Un tipo de interés bajo indica que la gente está dispuesta a ahorrar para el futuro; el capital se vuelve disponible y las inversiones, posibles. Sin embargo, cuando los bancos centrales reducen artificialmente los tipos de interés, se crea una ilusión: invertir parece barato, pero el ahorro real no se materializa.
En la década de 1920, la Reserva Federal de EE. UU. redujo los tipos de interés y expandió drásticamente la masa monetaria, en más de un 60 % entre 1921 y 1929. Los empresarios se embarcaron en proyectos de inversión para los que, en realidad, no existía capital real. Esto dio lugar a burbujas bursátiles e inmobiliarias, oleadas de especulación y sobreinversión: un auge ilusorio impulsado por el crédito y el papel moneda. Cuando la Reserva Federal comenzó a subir los tipos de interés en 1928 para frenar el sobrecalentamiento, la burbuja estalló. El desplome no fue ninguna sorpresa; fue la consecuencia lógica de un auge creado artificialmente.
Tampoco fue sorprendente que se desatara una crisis económica mundial, que afectó especialmente a Alemania, donde el desempleo se disparó hasta el 30 % en 1931. Tras la Primera Guerra Mundial, Alemania tuvo que pagar cuantiosas reparaciones a Gran Bretaña y Francia. Estos países utilizaron los fondos para saldar sus deudas de guerra con Estados Unidos. Pero el dinero que Alemania empleó para pagar provenía de préstamos estadounidenses, un ciclo que solo podía sostenerse mediante la constante entrada de capitales de EE. UU. Cuando el flujo de crédito se interrumpió en 1929, el sistema colapsó. La Gran Depresión se convirtió así en un fenómeno global: una crisis mundial desencadenada por la política monetaria estadounidense y una espiral de deuda internacional.
En una economía de libre mercado, la crisis habría sido un proceso correctivo necesario. Se podrían haber liquidado las malas inversiones, ajustado los precios y los salarios, y redistribuido el capital. Pero los políticos intervinieron y empeoraron la situación.
El presidente Herbert Hoover instó a las empresas a no recortar los salarios, lo que incrementó aún más el desempleo. Los programas de préstamos gubernamentales mantuvieron artificialmente a flote a empresas improductivas. El «New Deal» de Roosevelt terminó por sobrecargar la economía con burocracia, subsidios y proyectos gubernamentales gigantescos, un programa que obstaculizó aún más el proceso de ajuste. En 1939, poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, la tasa de desempleo en Estados Unidos rondaba el 17 por ciento.
La aparente recuperación fue una ilusión propia de la economía de guerra, no un signo de verdadera prosperidad.
En 1936, John Maynard Keynes publicó su «Teoría general del empleo, el interés y el dinero», en la que atribuyó la Gran Depresión a una falta de demanda agregada. Recomendó programas de gasto público para estimular el consumo.
Sin embargo, el enfoque de Keynes se basaba en un malentendido: la crisis no había surgido por una demanda insuficiente, sino por estructuras de capital defectuosas, consecuencia de tipos de interés distorsionados. Cabe destacar que, en el prefacio de la edición alemana, Keynes escribió que su teoría podía adaptarse «mucho más fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario» que a las de la libre competencia.
Y, de hecho, sus políticas solo podían funcionar donde los precios, los salarios y los tipos de interés estuvieran controlados centralmente; por ejemplo, en la Alemania nazi, donde la libertad económica había sido eliminada hacía mucho tiempo.
No obstante, Keynes fue posteriormente aclamado como un salvador. Sin embargo, su enfoque ocultó las verdaderas causas y proporcionó a los gobiernos la justificación teórica para aún más intervenciones.
Otro factor que agravó la Gran Depresión fue el proteccionismo. El 17 de junio de 1930, el presidente Hoover promulgó la Ley Arancelaria Smoot-Hawley. Los aranceles sobre más de 20 000 productos aumentaron considerablemente, llegando hasta un 57 % en el caso de los productos agrícolas. Otros países respondieron con aranceles de represalia; el comercio mundial se desplomó en aproximadamente dos tercios entre 1929 y 1934.
Al hacerlo, Estados Unidos destruyó el libre comercio sobre el que se había basado la prosperidad anterior a la guerra. La economía mundial entró en una espiral descendente que favoreció los sistemas económicos nacionalistas y autárquicos: una regresión fatal que alimentó el extremismo político de la década de 1930.
La Gran Depresión no fue un fracaso del capitalismo, sino una lección sobre los peligros de la intervención política. Demuestra que la creación de dinero no crea valor real, que la manipulación de los tipos de interés genera consecuencias indeseables y que los programas de rescate gubernamentales suelen tratar solo los síntomas, sin eliminar las causas.
Las enseñanzas de la Escuela Austríaca siguen vigentes: la creación de dinero no genera riqueza, sino burbujas, no prosperidad. Cuando el interés se utiliza indebidamente como herramienta política, esta manipulación distorsiona el funcionamiento del mercado. Las recesiones son procesos de recuperación que corrigen los errores del desarrollo si se dejan fluir naturalmente. La intervención gubernamental prolonga las crisis. La burocracia y los subsidios frenan la renovación. El libre comercio y una moneda estable son la base de una prosperidad sostenible.
Hoy, en la era de las burbujas de deuda global, la sobreextensión estatal y las tendencias proteccionistas, el mensaje de la Escuela Austríaca no ha perdido nada de su relevancia: la prosperidad no se crea a través de la política, sino a través de la libertad, el ahorro, la propiedad y los procesos de mercado.
Murray Rothbard: «La Gran Depresión de Estados Unidos» (2024)
Publicado originalmente en Freiheitsfunken AG: https://freiheitsfunken.info/2025/10/26/23483-wirtschaftskrise-der-wall-street-crash-und-die-grosse-depression
Antony P. Mueller.- Doctor en Economía por la Universidad de Erlangen-Nuremberg (FAU), Alemania. Economista alemán, enseñando en Brasil; actualmente enseña en la Academia Mises de São Paulo, también ha enseñado en EEUU, Europa y otros países latinoamericanos. Autor de: “Capitalismo, socialismo y anarquía”. Vea aquí su blog.
X: @AntonyPMueller
