Una prohibición más se suma a la lista de prohibiciones decretadas durante el sexenio de López Obrador: la prohibición al uso de grasas trans en alimentos y bebidas. La prohibición se publicó el 24 de marzo en el Diario Oficial de la Federación y otorgó un periodo de seis meses de adecuación para las empresas alimentarias.
Como ha sido el caso con otras prohibiciones que tienen como supuesto objetivo reducir los riesgos a la salud, la prohibición recibió la aprobación de integrantes de la Organización Mundial de la Salud.
El consumo elevado de grasas trans plantea serios riesgos a la salud. Como hemos mencionado en otras ocasiones, sin embargo, una política pública medianamente sensata debe permitir que los afectados evalúen y ponderen los costos y beneficios que estén dispuestos a contraer. Y cuando las consecuencias de un consumo determinado recaen principalmente en los consumidores directos y no en terceros, es menos aconsejable intervenir agresivamente contra sus decisiones si queremos ser congruentes con una postura de respeto a la libertad humana.
La política es complementaria de la política de cambios en etiquetado, de la cual no se ha brindado ninguna clase de evidencia a favor. Después del cambio en etiquetado, los funcionarios esperaban cambios sustanciales en los hábitos de alimentación de los mexicanos. Dichos cambios no ocurrieron. ¿Por qué? Supongamos que yo actualmente consumo una dieta rica en grasas y en azúcares. ¿Qué me motivará a cambiar esa dieta por una más sana? ¿Saber que hay alternativas más bajas en grasas y azúcares o saber que ahora pagaré más por sostener esa dieta? El etiquetado quizá mejora mi conocimiento de alternativas, pero no altera fundamentalmente los costos y beneficios que asumo por elegir cada una de ellas. Mientras esa estructura de costos y beneficios no cambie, los hábitos serán los mismos bajo preferencias estables.
Uno puede conceder que la prohibición contra las grasas trans puede ser efectiva en el logro de sus objetivos propuestos. En un artículo publicado en el Swiss Journal of Economics and Statistics, Does a ban on trans fats improve public health: synthetic control evidence from Denmark (2020), los autores concluyeron que la mortalidad cardiovascular disminuyó de manera «considerable, mientras las tendencias de obesidad adolescente e infantil se detuvieron y disminuyeron significativamente comparadas con un grupo de control sintético».
No obstante, también hay evidencia de que impuestos al consumo de grasas suelen recortar el consumo de grasas muy poco y ser altamente regresivos. La sensibilidad de los consumidores a precios más altos de las grasas suele ser baja y es probable que la elasticidad ingreso de la demanda de grasas trans sea negativa; es decir, que las grasas trans sean un bien inferior dentro de la dieta mexicana, cuyo consumo es prevalente en familias de bajos ingresos. Una prohibición no es, efectivamente, un impuesto. Pero puede conducir a efectos similares; especialmente, puede golpear de manera desproporcionada a los más pobres. Podemos encontrar esta evidencia en trabajos como A Fat Tax Does Not Cut Fat Consumption
and Is Regressive (2015) y The Impact of a Fat Tax: Progressive in Health, But Regressive in Income? (2016).
La evidencia a favor de las mejorías en salud dice poco cuando de lo que se trata es también de evaluar si la política prohibitiva es el medio de menor costo al alcance para conseguir las mejorías.
Las grasas trans son empleadas en la industria alimentaria porque reducen costos de producción y permiten que un alimento tarde más en caducar, prolongando su tiempo de exhibición. En ese sentido, además de los costos en salud asociados con el consumo elevado de grasas trans, también hay beneficios que no necesariamente deben medirse en la misma categoría de efectos en la salud.
La prohibición de grasas trans involucrará costos importantes para la industria alimentaria, si bien una fracción significativa de la industria ha desincorporado dichas grasas de su proceso productivo. Lo anterior a razón de que exportamos alimentos a Estados Unidos y Canadá, países que también prohibieron las grasas trans, y las empresas ya comenzaron la transición requerida desde antes.
Debemos resaltar que el principal afectado del consumo de grasas trans es quien decide consumirlas. En lugar de prohibir su consumo, el gobierno debería dejar espacio al florecimiento de alternativas más saludables. Así, el consumidor tendría un mayor abanico de oportunidades de elección.
Quizá lo más interesante de todo esto es que estamos evitando estudiar el problema de fondo: qué incentivos gobiernan el consumo de altas cantidades de calorías, grasas trans y azúcares en la población mexicana. ¿Qué papel tiene el sistema de salud?
¿Hay acaso un problema de riesgo moral con la forma en que los servicios de salud son provistos en México? ¿El gasto en salud y atención a pacientes diabéticos crea incentivos perversos a descuidar la salud porque los individuos ya no internalizan todos los costos?
¿Qué oferta alimenticia hay en las comunidades más pobres de México? ¿Qué conocimiento ganamos al decir que se trata meramente de un problema «cultural» que el gobierno debe solucionar como una figura paterna que reprende y que corrige?
Mientras no respondamos las preguntas anteriores, políticas prohibicionistas sólo generarán pérdidas de eficiencia sin un correspondiente aumento en el objetivo de una mayor salud poblacional de manera sostenible en el largo plazo.