Cómo se manipula el resentimiento social para consolidar poder, dañando la economía y la cohesión social.

«Invidia est inimica virtutis» (La envidia es enemiga de la virtud), escribió Cicerón, en las Tusculanae Disputationes, subrayando así un aspecto esencial de tal emoción universal, que tiene una connotación especialmente negativa, está presente en muchas culturas y se refleja en antiguos textos religiosos y filosóficos. En la doctrina cristiana, se considera uno de los siete vicios capitales, que Santo Tomás de Aquino, en su Summa Theologiae, llegó a describir como «tristeza por el bien ajeno», que tiene su origen en el orgullo, ya que el envidioso no tolera ver a los demás prosperar mientras él se siente inferior.

San Agustín también reflexionó sobre la envidia en sus obras, definiéndola como una emoción que no sólo perjudica a quien la experimenta, sino que a toda la comunidad. En su opinión, la envidia es el resultado de la falta de caridad y de la distorsión del amor: en lugar de desear el bien de los demás, el envidioso desea su propia perdición. En La Biblia, pues, la misma es descrita como la causa de numerosos males. El relato de Caín y Abel en el Libro del Génesis es uno de los ejemplos más antiguos. Caín, envidioso de que Dios haya aceptado el sacrificio de Abel, mata a su hermano. Este episodio simboliza el efecto destructivo de la envidia, que puede llevar incluso al fratricidio.

Sin embargo, se mire como se mire, la envidia aparece como una de las fuerzas más destructivas de la sociedad, que no sólo envenena las relaciones personales, sino que también es una poderosa palanca que puede ser manipulada por quienes detentan el poder.

Bernard de Jouvenel, en su estudio sobre la dinámica política, destacó cómo el resentimiento puede convertirse en una herramienta política para consolidar el control social. Y esto ocurre cuando los gobernantes explotan el rencor colectivo para justificar iniciativas que prometen corregir las desigualdades, pero que en realidad bloquean el progreso económico y social.

A su vez, la socióloga Anne Hendershott ha analizado lúcidamente cómo la envidia es un sentimiento corrosivo fácilmente manipulable con fines políticos. La idea de que quienes triunfan lo hacen a costa de los demás es una narrativa que muchos políticos alimentan. En lugar de promover una cultura basada en el compromiso personal y la innovación, se prefiere dirigir el resentimiento contra quienes han tenido éxito. En este contexto, la redistribución de la riqueza, que expresa una de las malicias indicadas, se presenta como la solución a la injusticia social, a pesar de que a menudo acaba agravando los problemas económicos y creando profundas divisiones en la sociedad.

De hecho, como se ha demostrado ampliamente, tales políticas, disfrazadas de nobles intenciones siempre han tenido y siguen teniendo consecuencias desastrosas. El desplazamiento forzoso de recursos sólo ahoga la empresa y la innovación, frenando el crecimiento económico. Por el contrario, como grandes pensadores liberales han señalado, la prosperidad y el progreso social son generados por el libre mercado, que es un verdadero motor de crecimiento y desarrollo, mientras que la intervención del Estado, impulsada por el deseo de «corregir» las desigualdades, representa en cambio un freno. Cuando la riqueza se redistribuye no en función del mérito o la eficacia, sino para satisfacer una aparente demanda de justicia, la sociedad pierde su dinamismo. Los recursos se asignan en función de opciones político – burocráticas, arrebatándoselos a quienes han sido capaces de crear valor para ser distribuidos de manera ineficiente, generando así estancamiento económico.

Un ejemplo llamativo del mecanismo mencionado es el fracaso de las políticas redistributivas a largo plazo. Se trata de medidas que, en lugar de sacar a los más pobres de su difícil situación, tienden a perpetuar la dependencia de los subsidios estatales, privando a los ciudadanos del impulso de mejorar su condición. Quienes reciben ayudas sin haber contribuido a ellas acaban atrapados en una condición de asistencialismo, mientras que los que producen riqueza se ven desincentivados a seguir haciéndolo por los elevados impuestos y regulaciones.

En este sentido, Friedrich A. von Hayek advirtió de los peligros de la idea de una justicia social impuesta desde arriba. El intento de eliminar las desigualdades no sólo es inviable, sino que acaba socavando la libertad individual y reduciendo la cohesión social. Cuando el Estado intenta imponer una forma de igualdad forzada, el resultado es una sociedad menos libre, donde la innovación y la productividad son sofocadas, y donde aumenta el resentimiento.

Por ello, Murray N. Rothbard criticó duramente la redistribución forzosa de la riqueza, argumentando que conduce inevitablemente a «nivelación hacia abajo». En lugar de fomentar el crecimiento y el desarrollo, las políticas de redistribución reducen el nivel general de bienestar, reduciendo las oportunidades para todos. Estas políticas crean una sociedad en la que el mérito y el éxito se convierte en fuente de envidia y resentimiento.

Otro efecto negativo de las políticas basadas en la envidia es el aumento del poder del Estado. Los gobiernos que prometen redistribuir la riqueza para resolver las desigualdades acaban ampliando su control sobre todas las esferas de la vida económica y social. La expansión del poder no sólo socava la libertad individual, sino que crea un sistema en el que el Estado asume un papel central en la economía, sofocando la iniciativa privada y la libertad de empresa.

Por lo tanto, es evidente que las políticas redistributivas no resuelven las desigualdades, sino que las agravan, creando una espiral de estancamiento económico y resentimiento social. A los individuos se les anima a ver la riqueza de los demás como una sustracción de su propio bienestar y no como una oportunidad de crecimiento colectivo. Esto desincentiva la creación de nueva riqueza y frena el desarrollo económico.

El progreso, por el contrario, depende de la libertad de iniciativa, el mérito y la innovación. En una sociedad libre, en la que no se alimenta la envidia con fines políticos, las personas pueden desarrollar su potencial, contribuyendo al crecimiento económico y al bienestar común. Sólo un entorno de libertad económica y respeto al mérito permite a todos mejorar su condición y vivir en una sociedad más próspera y justa.

En conclusión, se puede afirmar, por tanto, que las políticas basadas en la envidia son una una trampa para la sociedad. Alimentan el resentimiento, limitan la libertad y bloquean el progreso. El único camino hacia la verdadera prosperidad es promover una cultura de responsabilidad, mérito y de libertad individual, en la que las personas puedan competir libremente, sin ser penalizados por su éxito. La envidia, si se deja actuar libremente, seguirá siendo un obstáculo para el progreso, pero una sociedad que rechace este sentimiento podrá abrir la puerta a un futuro de mayor bienestar y libertad.

Sandro Scoppa: abogado, presidente de la Fundación Vincenzo Scoppa, director editorial de Liber@mente, presidente de la Confedilizia Catanzaro y Calabria.

Twitter: @sandroscoppa

Por Víctor H. Becerra

Presidente de México Libertario y del Partido Libertario Mx. Presidente de la Alianza Libertaria de Iberoamérica. Estudió comunicación política (ITAM). Escribe regularmente en Panampost en español, El Cato y L'Opinione delle Libertà entre otros medios.

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