Como el primer artículo que publico este año para este espacio, me gustaría comenzar con una reflexión sobre el valor de la libertad. Un valor tan corrompido como incomprendido, pero que reviste una importancia crítica para todas las sociedades y para nuestro país en general. Frente a un nuevo año, es mi deseo que la libertad gane más adherentes alertas, sabios y entusiastas.

El discurso en academias y en espacios públicos es un discurso que menosprecia de forma peligrosa el importante valor de la libertad para la humanidad. El liberalismo es impopular en México. Quienes defienden el libre mercado, el libre comercio, la propiedad privada y una menor intromisión del gobierno en las vidas de los ciudadanos reciben a menudo las etiquetas peyorativas de “neoliberales”, “derechistas”, “tecnócratas” y otros adjetivos más floridos. Se ha puesto de moda reservar este tipo de defensas a discusiones entre pequeños círculos de amigos. Hay, desafortunadamente, mucho “liberal de clóset”. Lo que está de moda es defender que el gobierno debe superar su papel de árbitro en la economía como vigilante del cumplimiento de las reglas del juego y volverse un jugador activo que le quite a uno para darle al otro, que ponga impuestos aquí y allá, que subsidie esto o aquello o que proteja a ciertos sectores a costa de otros. Lo que está de moda es pensar en la sociedad como un tablero de ajedrez; en legisladores y políticos como jugadores que deben ser hábiles e inteligentes, y en los ciudadanos como peones.

Lo que está de moda, en concreto, es proponer formas variopintas de reducir el alcance de la libertad. Y muchas veces lo que está de moda no pasa por un examen crítico. Debemos detenernos a pensar si realmente queremos dejarle menos poder a la libertad individual.

Las personas no tendrían por qué justificar todas las formas en que quieran actuar. La carga de la prueba debería recaer en quien quiere limitar su libertad. Es el que quiere restringir tu libertad quien debería aportar las pruebas suficientes para volver legítima su restricción.

Noten cómo, sin embargo, se pone de cabeza esta presunción: ¿Quiere usted vender tal o cual cosa? Justifique a la autoridad por qué. ¿Quiere usted ofrecer un servicio de viajes en automóvil desde una aplicación en celular? Alto: necesita explicar sus intenciones, pedir un permiso, pagar una licencia… ¿Quiere usted consumir tal o cual sustancia? Justifique por qué se quiere exponer al riesgo de algún daño a su persona ¿Es para uso medicinal o lúdico? ¿Quiere usted comprar algo del extranjero o contratar los servicios de un extranjero? No puede si no cumple esto y aquello primero. Y así nos vamos.

Hay valor en desafiar la visión del gobierno como un jugador activo en la economía. Está de moda lo que Hayek llamaría una visión constructivista de la sociedad: pensar que la sociedad puede construirse racionalmente y ser un producto deliberado de la voluntad humana. Lo cierto, sin embargo, es que las relaciones sociales emergen de forma espontánea. El pan que pones en tu mesa, los jeans que usas, las relaciones que estableces con el cajero del centro comercial, el ejecutivo de un banco y la venta de tamales son fenómenos que nadie planifica. Maravillarnos de cómo es que entonces surgen esos fenómenos y además funcionan de manera tan armoniosa; maravillarnos de cómo es que decenas de miles de personas que no se conocen entre sí, que no se hablan, que tienen un sistema de creencias distinto, pueden ser capaces de cooperar libremente para producir todos los bienes que consumes a diario nos invita a ser más humildes sobre aquello que somos capaces de diseñar y reconocer que la libertad económica puede desatar mucha prosperidad.

Deberíamos replantearnos si Adam Smith estaba en lo correcto cuando decía lo siguiente: “Poco más es necesario para llevar a un Estado a su máximo nivel de opulencia, desde el más bajo barbarismo, salvo paz, bajos impuestos y una administración tolerable de justicia: el resto lo traerá el curso natural de las cosas”.

La economista Deirdre McCloskey escribió alguna vez lo siguiente:

“Erase una vez todos éramos pobres; luego el capitalismo floreció y como resultado somos ricos”.

Esa ha sido la historia de la humanidad: por siglos los hombres vivieron en el nivel de subsistencia, y apenas hace poco más de doscientos años comenzaron a salir de ella gracias a la libertad económica o el capitalismo de libre mercado.

Libertad económica es el derecho a emplear y disponer de tu propiedad de acuerdo a tu voluntad mientras no infrinjas ese mismo derecho de los demás. Si una pelota de béisbol es de mi propiedad, yo soy libre de usarla para jugar con ella, poseerla, regalarla o venderla; pero no de arrojarla a la ventana del vecino, porque entonces infrinjo el derecho de propiedad que mi vecino tiene sobre su ventana.

La libertad económica tiene varios beneficios: cuando yo puedo disponer de mi propiedad y hay un estado de derecho que protege mis derechos de propiedad, yo puedo internalizar los beneficios de cuidar mi propiedad. Yo puedo capitalizar aquellos flujos futuros que genere mi propiedad. Por lo tanto, tengo un incentivo a cuidar mi propiedad.

Esto se pierde, por ejemplo, cuando se instrumentan controles de precios. Los controles de precios no son más que límites a los términos bajo los cuales puedo intercambiar derechos sobre mi propiedad. Cuando, por ejemplo, se impide a los propietarios de un departamento que cobren por encima de cierto nivel de alquiler, se reduce su incentivo a introducir mejoras en el departamento o su incentivo a invertir en un nuevo departamento.

La libertad económica es prerrequisito de otras libertades: si la autoridad controlara cuánto papel puedo comprar, por ejemplo, reduciría mi libertad de expresión. Si impusiera aranceles agresivos a los bienes que compro del extranjero, reduciría otro tipo de libertad: mi libertad de asociación; es decir, mi libertad de decidir de quién ser cliente y, por lo tanto, de con quien formar un lazo o un vínculo comercial.

La libertad económica se traduce en múltiples beneficios para los individuos de una sociedad porque permite que empleen sus propios recursos de la forma que les reporte mayor utilidad. En una economía libre, las personas pueden participar en transacciones mutuamente benéficas. ¿Han visto cómo, a veces, cuando alguien compra algo de una persona ambas dicen “Gracias”? No es pura cortesía. Hay algo más allá. Ambas se agradecen porque reciben algo que valoran más a cambio de algo que valoran menos.

En una economía de mercado la persuasión es el medio más empleado para lograr ciertos fines. Y ha probado tener bastante éxito en el enriquecimiento de la humanidad; a las sociedades que se rigen principalmente por la coacción les va mal: desembocan en tiranías y dictaduras que empobrecen a la gente y le impiden cumplir sus sueños y manifestar su individualidad. 

La gente piensa que una economía libre da pie a toda suerte de abusos; al enriquecimiento de unos cuantos, a la discriminación. Piensa en grandes capitalistas malvados que oprimen. Piensa que quienes defendemos la libertad económica somos pro-empresa. Nada más lejano de la realidad. Los defensores de la libertad económica somos pro-individuo. Creemos, en palabras de Alberto Benegas Lynch, en el “respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros”.

Los liberales, por ejemplo, nos oponemos a todo privilegio concedido a una empresa en perjuicio de otra. Buscamos la libre competencia, porque sabemos que la competencia es el acicate que mueve a las empresas a ofrecer mejores productos a menores precios. Defendemos el libre comercio internacional, no porque queramos que tal o cual empresa exportadora se vea beneficiada, sino porque queremos mejorar el bienestar de los consumidores a través de su acceso a bienes y servicios más baratos. Así puesto, el asunto parece bastante materialista, pero precios más bajos permiten a los consumidores liberar parte de su ingreso para satisfacer otros fines individuales que pueden ser materiales o espirituales. Después de las satisfacciones mundanas suelen venir las cerebrales. No es coincidencia que en las economías libres y prosperas haya también un gran interés en el arte y en la literatura.

También se dice que los liberales no pensamos en los pobres, que buscamos su ruina y que somos pro-ricos. Pero lo que buscamos realmente es ampliar el abanico de posibilidades a las cuales puede acceder un pobre para mejorar su condición. El gobierno que dificulta la creación de nuevas empresas, que pone barreras a la contratación de gente poco cualificada, que cobra impuestos altos y que crea personas dependientes de subsidios y redistribuciones de riqueza es el principal enemigo de los pobres. La libertad es el medio para erradicar su perniciosa influencia, su bota aplastante, que asfixia a los más pobres y desafortunados.

La libertad importa, y vale la pena defenderla, si somos realmente solidarios con el prójimo, si creemos en los individuos como personas dignas de ser tratadas como adultos capaces de tomar sus propias decisiones y no como infantes u objetos manipulables. La libertad importa porque ha sido el valor supremo que ha guiado a las sociedades más prosperas en la obtención de mayor riqueza y bienestar.

Por Sergio Adrián Martínez

Economista por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Administrador de Tu Economista Personal, sitio de reflexiones de economía y mercados libres.

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