En los últimos años, la democracia se ha utilizado no como un escudo para proteger la libertad, sino como una excusa para acumular poder sin control. Gobiernos populistas de todo el mundo han desmantelado el Estado de derecho, silenciado la disidencia y saqueado las instituciones, todo en nombre del «mandato popular». Este artículo, desde una perspectiva libertaria, desentraña cómo el voto se ha convertido en un pretexto para la opresión y por qué solo una democracia constitucional limitada puede garantizar una sociedad verdaderamente libre.
DEMOCRACIA SIN LÍMITES: UNA PUERTA DE ENTRADA AL ABUSO
La democracia, entendida como la expresión de la voluntad mayoritaria, se ha valorado desde hace tiempo como un mecanismo para la participación ciudadana y la transferencia pacífica del poder. Sin embargo, al despojarse de los controles institucionales y elevarse a un ideal político absoluto, puede degenerar en una forma sofisticada de tiranía. La historia está repleta de ejemplos de regímenes que, respaldados por elecciones y mayorías parlamentarias, han erosionado las libertades individuales, confiscado derechos y subordinado la ley a los intereses de quienes ostentan el poder.
Venezuela es un claro ejemplo. Hugo Chávez llegó al poder mediante elecciones legítimas, pero utilizó ese mandato para desmantelar el marco legal republicano, reformular la Constitución para adaptarla a su agenda y construir un aparato estatal diseñado para el control social total. La Asamblea Constituyente de 1999 no fue un ejercicio de participación democrática, sino el primer paso hacia la demolición institucional. Posteriormente, Nicolás Maduro continuó este proceso, recurriendo a la represión y la cooptación judicial cuando el apoyo electoral disminuyó.
Este patrón, con variaciones, se repite en otros lugares. En Turquía, Recep Tayyip Erdoğan ha instrumentalizado el voto para consolidar un régimen autoritario; en Hungría, Viktor Orbán ha socavado la independencia judicial; en Polonia, el partido Ley y Justicia (PiS) ha recortado las libertades; y en Bolivia, Evo Morales manipuló las instituciones para aferrarse al poder[^1]. En cada caso, se invocó el «interés general» para justificar ataques a libertades fundamentales como la libertad de prensa, la autonomía judicial y el derecho a la protesta.
Friedrich Hayek advirtió sobre este peligro en Camino de servidumbre : “La democracia no garantiza la libertad a menos que esté sujeta a reglas”[^2]. Una democracia sin un marco legal sólido no solo no protege la libertad, sino que puede ser utilizada como arma para abolirla con el consentimiento de la mayoría. Desde una perspectiva libertaria, el problema no radica en las elecciones en sí mismas, sino en la creencia de que la legitimidad de un gobierno proviene únicamente del número de votos que obtiene. Esta visión ignora la piedra angular de una sociedad libre: el respeto inquebrantable por los derechos individuales, incluso cuando son impopulares o se oponen a ellos una mayoría temporal. Una democracia que permite que el 51% despoje de los derechos al 49% no es justa; es una versión moderna del principio de la fuerza, camuflada en la soberanía popular.
EL ESTADO COMO BOTÍN ELECTORAL
Cuando la democracia se separa del Estado de derecho, el Estado deja de ser un protector de derechos y se convierte en un premio a repartir entre los vencedores electorales. Esta perversión del orden republicano no es accidental; es el núcleo operativo de las democracias populistas. En estos sistemas, el poder no se percibe como una responsabilidad limitada, sino como una recompensa absoluta, obtenida mediante el voto, que otorga a los ganadores el derecho a gobernar sin restricciones.
En este contexto, los recursos públicos se convierten en instrumentos de recompensa y castigo. Se otorgan subsidios, contratos y puestos a los leales, mientras que los disidentes son excluidos, perseguidos o empobrecidos. El papel del Estado se distorsiona así: en lugar de impartir justicia o salvaguardar la libertad, sirve para consolidar el poder de una élite que se esconde tras su legitimidad electoral para tomar el control de todo lo que el Estado toca. Esta dinámica es particularmente evidente en regímenes que han destruido la separación de poderes y han colonizado las instituciones con leales partidistas.
En Venezuela, por ejemplo, el control político se ha utilizado sistemáticamente para saquear a PDVSA, desmantelar la autonomía del Banco Central y distribuir tierras, industrias y presupuestos a discreción del ejecutivo y sus aliados. En nombre del «poder popular», el saqueo se ha institucionalizado. Pero esto no es exclusivo de Venezuela. Incluso en las democracias formales, la corrupción y el clientelismo son prácticas normalizadas. Cuando el Estado se convierte en un distribuidor de privilegios, incentiva a las mafias políticas que ven la democracia simplemente como un medio para acceder al botín.
Murray Rothbard lo expresó sin rodeos: sin límites de poder, «la política se convierte en una lucha por controlar el aparato estatal y sacar provecho de su coerción»[^3]. Esto no es solo un diagnóstico teórico; es la realidad en decenas de países donde el presupuesto nacional es la presa que disputan los partidos políticos, y el voto es la clave que justifica cada acto de saqueo.
Para los libertarios, la cuestión no es la existencia del voto, sino el alcance del poder otorgado a quienes lo obtienen. Cuanto más grande y arbitrario sea el Estado, más atractiva se vuelve la política para los peores actores. La única manera de proteger a los ciudadanos del saqueo institucionalizado es desmantelar el premio mismo: reducir el Estado a su mínima expresión funcional, establecer protecciones inquebrantables para la propiedad privada y separar por completo el aparato público de los intereses partidistas.
LA TIRANÍA DE LA MAYORÍA NO ES LIBERTAD
Uno de los errores más extendidos en la comprensión moderna de la democracia es la confusión entre la voluntad mayoritaria y la legitimidad moral. Esta falacia sostiene que cualquier decisión respaldada por una mayoría electoral es inherentemente justa. Sin embargo, aceptar esta premisa implicaría respaldar decisiones colectivas que promueven el racismo, la censura, la expropiación o la represión. La historia, desde la antigua Atenas hasta el referéndum nazi de 1934, demuestra que el apoyo popular no garantiza el respeto a los derechos humanos.
Alexis de Tocqueville advirtió en el siglo XIX sobre la «tiranía de la mayoría»: un escenario donde los derechos individuales se subordinan al poder de una masa organizada[^4]. Desde una perspectiva libertaria, este peligro no es menos acuciante hoy en día. La libertad no puede depender del consenso, ni la propiedad puede estar sujeta a los caprichos electorales. Si el individuo no está protegido del colectivo, la democracia se convierte en una elegante forma de opresión.
En contraste con la visión colectivista del contrato social —que subordina al individuo a la voluntad general—, los libertarios argumentan que el contrato fundamental se establece entre el individuo y la ley, no entre el individuo y la mayoría. Por lo tanto, la función de la Constitución y el Estado de derecho no es reflejar los deseos de la mayoría, sino limitar su capacidad de acción. Establece un marco inviolable de derechos inalienables que ninguna mayoría temporal puede anular.
Este principio se articula claramente en la tradición liberal anglosajona: un gobierno legítimo no es aquel que hace lo que el pueblo quiere, sino aquel que no puede hacer lo que el pueblo no debería hacer. Así como un individuo no tiene derecho a robar a otro, una mayoría electoral tampoco tiene derecho a hacerlo mediante impuestos confiscatorios o políticas redistributivas.
En definitiva, una sociedad libre no se mide por el número de elecciones que celebra, sino por la cantidad de asuntos que no pueden someterse a votación. La libertad de conciencia, expresión, asociación y los derechos de propiedad deben estar fuera del alcance de cualquier votación. Cuando todo está sujeto a la regla de la mayoría, nada está a salvo del poder. Y cuando nada está a salvo, la democracia deja de ser un bastión de la libertad y se convierte en su más eficaz ejecutor.
¿UNA DEMOCRACIA LIBERAL O UNA DICTADURA ELECTORAL?
El verdadero dilema no reside en la democracia y la dictadura, como suelen sugerir las narrativas simplistas, sino en una democracia limitada por la ley y una democracia sin límites que se comporta como una dictadura con respaldo popular. En muchos países, se ha abandonado el modelo republicano-liberal en favor de una versión plebiscitaria de la política, donde el número de votos justifica cualquier decisión y la popularidad fugaz otorga a los gobernantes una especie de inmunidad moral.
Una democracia sin límites funcionales ni controles legales no es más que una dictadura electa. La diferencia no reside en la fuente del poder, sino en cómo se ejerce. Un régimen puede surgir de elecciones libres y aun así consolidar prácticas autoritarias si carece de instituciones independientes, pesos y contrapesos efectivos y una cultura jurídica que proteja a las minorías individuales de las mayorías temporales.
Las democracias liberales funcionales —como las de Suiza, Estonia o Estados Unidos en sus mejores momentos— se definen por reglas claras que ni el Congreso, ni el presidente, ni la mayoría pueden violar. Estas reglas no solo previenen el auge del autoritarismo, sino que también protegen la esfera privada de las intrusiones del colectivismo político. En tales sistemas, la Constitución no es un documento decorativo, sino un baluarte contra la voluntad de los poderosos.
Desde una perspectiva libertaria, la prioridad no es el mecanismo electoral, sino la arquitectura institucional que limita su alcance. Una Constitución bien diseñada no solo describe cómo se elige un gobierno; especifica qué está prohibido, incluso si todos votan a favor. Si el Estado debe existir, su función no puede ser representar la voluntad mutable de las masas, sino salvaguardar principios inmutables: libertad, propiedad y justicia.
Por eso el libertarismo busca recuperar el espíritu republicano original: un sistema de leyes superior al poder político, donde los derechos individuales no están sujetos a los caprichos del voto, y donde el gobierno, incluso con mayoría, no puede hacer lo que ningún ciudadano podría hacer por sí solo. Este modelo no solo protege a la sociedad de los abusos de poder, sino que también sirve como recordatorio constante de que el Estado no posee nada; es simplemente un servidor limitado de todos.
CONCLUSIÓN: HACIA UNA DEMOCRACIA LIMITADA
La democracia, sin límites, no garantiza la libertad. De hecho, puede convertirse en su mayor amenaza. Cuando el voto se utiliza como pretexto para expropiar, censurar, perseguir o desmantelar los controles institucionales, lo que emerge no es una sociedad más libre, sino un régimen más eficiente en su capacidad de opresión.
El libertarismo no rechaza la democracia, pero se niega a fetichizarla. La somete a una regla de oro: todo poder debe estar limitado por la ley, y toda ley debe proteger al individuo, incluso contra la voluntad de la mayoría. Solo así se puede construir una república donde la libertad no dependa del resultado de unas elecciones, sino de un marco legal que impida que nadie, incluida la mayoría, la pisotee.
Ante el auge de las democracias populistas, el desafío de nuestro tiempo no es más democracia, sino más límites a la democracia. Restaurar el Estado de derecho, devolver la soberanía a los individuos sobre sus vidas y propiedades, y desmantelar las estructuras clientelistas que convierten al Estado en un botín son tareas urgentes. Si no comprendemos que el voto no lo justifica todo, repetiremos la misma historia de siempre: ciudadanos que eligen con avidez a sus opresores y naciones que se hunden en nombre de su propia voluntad.
Publicado originalmente en: https://caloespinoza.substack.com/p/the-vote-as-a-pretext-how-populist
Carlos Alberto Espinoza.- médico venezolano, en el exilio. Director de contenido de Libertarian Forum. Más contenido en su Substack: https://caloespinoza.substack.com/
X: @caloespinoza