Con Mario Vargas Llosa desaparece el último gran liberal del siglo XX cuando las ideas por las que luchó a lo largo de su dilatada vida, la democracia liberal y el capitalismo de libre empresa, las dos expresiones institucionales de la sociedad abierta, sufren el embate del colectivismo de izquierdas y de derechas.
Ambos arrogan al poder el privilegio no solo de controlar las acciones de los hombres sino de gobernar sus fantasías, sus sueños y su memoria. Contra esto luchó en su obra de ficción, en la ensayística, en la periodística, en sus innumerables apariciones públicas. Sus novelas eran un ejercicio de rebelión contra la voluntad autoritaria y totalitaria de inmovilizar el presente, ideal supremo de todas las dictaduras, y sus escritos de no ficción eran la expresión de esa misma visión.
Vargas Llosa fue la encarnación del intelectual comprometido con la verdad y la libertad. Comprendió muy pronto el carácter letal de las utopías de izquierdas, esas bellísimas mujeres con la cabeza en las nubes y los pies en un charco de sangre. Eso le llevó a una ruptura temprana y dolorosa con algunos/ muchos intelectuales que habían abrazado y seguían profesando la fe marxista leninista a pesar de sus crímenes. Ello le convirtió en un traidor a la causa y le ganó el odio y la descalificación perenne de buena parte de sus antiguos amigos. Dejó de ser un compañero de viaje de los peregrinos a La Habana y a Moscú, cuando la mayoría de los intelectuales de su mundo seguían admirando y rindiendo pleitesía al Ogro Filantrópico.
Si se tuviese que elegir una contrafigura de Vargas Llosa no sería, como se señala a veces, la de García Márquez, sino la de Jean-Paul Sartre. Este mantuvo su fe en el comunismo hasta llegar a aplaudir los juicios de Moscú y negar la existencia del gulag, un invento propagandístico de la derecha reaccionaria e imperialista. Y mantuvo esas ideas hasta su muerte. Vargas Llosa nunca sucumbió a lo que Julien Benda denominó en su libro de 1927 la «trahison des clercs», aunque eso le dejase en un aislamiento poco espléndido en una escena dominada por la izquierda fósil y reaccionaria satelizada por la URSS. Y Mario no adoptó frente a ella un laissez faire, laissez passer, un lavarse las manos, una retirada al Olimpo del arte, a una torre de marfil, sino que la combatió de manera constante e irreductible a lo largo de su existencia.
La evolución ideológica de Vargas Llosa fue popperiana; esto es un ejercicio de racionalismo crítico. Toda pretensión de verdad y de conocimiento ha de pasar el tamiz de la consistencia lógica de las hipótesis que se plantean y de su contrastación empírica. Y los resultados de ese proceso nunca son definitivos. Este enfoque es antitético con la conversión de las ideas políticas en una especie de religiones seculares adoptadas de manera acrítica por sus seguidores. Este es el auténtico antídoto contra el sectarismo, contra la conversión de los idearios en teología y una vacuna de sano escepticismo frente al pensamiento mágico y único. El mundo avanza a través de un proceso de ensayo-error y eso implica libertad de pensamiento y de acción.
De igual modo, Vargas Llosa denunció los regímenes autoritarios de derechas. Nunca mostró complacencia alguna respecto a ellos y siempre consideró inseparable la unión entre la democracia y la libertad. Para él, el liberalismo era un sistema integral de principios y no un menú a la carta cuyos ingredientes se combinaban a gusto del consumidor. De ahí su nula tolerancia hacia las dictaduras de derechas aunque, algunas de ellas, fuesen favorables a la libertad económica.
El nacionalismo, bandera de las dictaduras conservadoras en Hispanoamérica y fuera de ella, era para Mario una expresión del colectivismo, una manera de sacrificar los derechos individuales en los altares de un interés nacional cuyo propósito era legitimar el abuso de poder por los gobernantes; una inflamación patológica y tóxica del patriotismo.
Como autor de ficción, Vargas Llosa rechazaba todo intento de manipular la historia, de emplearla como un instrumento al servicio de los gobiernos de turno para proporcionarles una coartada legitimadora de todas sus fechorías. En esta línea siempre recordaba el ejemplo de los incas. Muerto el emperador, el nuevo rehacía la memoria oficial, corregía v reconstruía el pasado ayudado en esa tarea por la intelligentsia de su corte, los Amautas. La construcción de una historia oficial y la prohibición de ofrecer alternativas a esta ha sido uno de los recursos constantes y favoritos de los sistemas autocráticos y, aunque parezca mentira, de algunos autodenominados democráticos en el hemisferio occidental.
Por último, Vargas Llosa tenía un don especial, el de hacer llegar con claridad, con precisión y de manera atractiva los ideales de la libertad a un público masivo. Su capacidad dialéctica rivalizaba con sus dotes literarias y quienes han tenido el honor y el placer de escucharle pueden dar testimonio de ello. También quienes han tenido la fortuna de ser sus amigos y de acompañarle durante años son testigos de su encanto, de su accesibilidad. de su magna generosidad. Era la antitesis de la pretenciosidad y de la arrogancia. De él queda una obra inmortal, pero, sobre todo, un monumento al coraje y a la coherencia de un pensador liberal que ya ha entrado con pleno derecho en el panteón de los grandes.
Aparecido originalmente en el diario La Vanguardia
Lorenzo Bernaldo de Quirós.- Articulista y presidente de Freemarket.
Twitter: @BernaldoDQuiros