El pasado 5 de abril, México Libertario organizó un espacio en Twitter en el que invitaron a un servidor a responder dudas e inquietudes con relación al liberalismo (“libertarismo”, para algunos). Quiero aprovechar este espacio para ofrecer algunas reflexiones adicionales sobre lo discutido en aquel espacio.

¿De dónde viene el rechazo instintivo de los liberales hacia el gobierno?

Un libertario es una persona convencida del valor de defender la libertad individual. Es una persona que reconoce que el gobierno, como institución coactiva, vive y se nutre a costa de reducir las opciones de los demás. El gobierno tiene la autoridad legal para hacer cosas que ningún ciudadano tiene autoridad de hacer. La función del gobierno es extraer ingresos de los ciudadanos periódicamente, mediante el uso de la fuerza. La naturaleza del gobierno es distinta a la de otros prestadores de servicios, por más que se ostente como protector del bien público y presuma las obras que ha creado (con tu dinero, por supuesto).

La vendedora de manzanas que hace un ofrecimiento del tipo, “20 pesos por un kilo de manzanas”, a una señora, propone un intercambio de propiedades de distinto propietario. Opone su propiedad contra la propiedad de la señora. Ofrece el kilo de manzanas que le pertenece a cambio de los 20 pesos que le pertenecen a la señora. El ladrón que hace un ofrecimiento del tipo “Tu cartera por tu vida” a una persona, propone un intercambio de propiedades que no son suyas. Opone una propiedad ajena contra otra propiedad ajena. No es suya ni la cartera ajena ni la vida ajena. Y a los actos de esa naturaleza los conocemos como “robos”.

¿En qué se diferencia el ladrón típico del gobierno que invoca una serie de normas con las cuales extraer dinero de sus ciudadanos?

Hay únicamente dos diferencias principales: el ladrón tiene un carácter transitorio y el gobierno tiene un carácter estacionario; el ladrón no suele otorgar nada a cambio después de que su oferta es satisfecha, mientras que el gobierno provee de ciertos bienes y servicios públicos con los cuales pretende legitimar su conducta. Pero ambos proponen intercambios con propiedades que no son suyas. El gobierno también realiza amenazas del tipo “Un porcentaje de tus ingresos o una multa en consecuencia”. Ni los ingresos que pide ni la multa provienen de propiedades que le pertenecen. Y mientras que la señora entrega un billete de 20 pesos a cambio de un kilo de manzanas porque valora más lo que recibe que lo que entrega, no hay mecanismo mediante el cual se pueda saber con la misma certidumbre que aquello que otorga el tributante bajo la amenaza de una multa o un tiempo en la cárcel tiene un menor valor que aquello que recibe del gobierno.

Los impuestos no son robos únicamente. Son extorsión: cobros con los cuales se faculta a un gobierno para sentirse propietario de lo que no es suyo a cambio de servicios cuyo valor es incierto.

Al obtener sus ingresos mediante la imposición, la coacción y la amenaza de violencia, el gobierno, a diferencia de una empresa que participa en intercambios voluntarios y debe competir contra otros consumidores por el empleo de recursos escasos, no garantiza que los recursos que obtiene sean usados en fines de mayor valor. El contribuyente, al que le quitaron el dinero que iba a usar para comprar los útiles escolares de su hija, valora probablemente más ese uso del dinero que el uso que el gobierno da a ese dinero. A diferencia de una empresa, que tiene un mecanismo de retroalimentación que le permite saber si genera riqueza o no (ganancias y pérdidas), el gobierno carece de un mecanismo similar. Si una empresa está haciendo un uso torpe de sus recursos, reduce el valor de sus propiedades y asume las consecuencias. El gobierno no asume consecuencia alguna de una administración torpe de los recursos que toma con violencia. Al contrario, a menudo vuelven a ser electos y ocupar posiciones de poder quienes vivieron de despilfarrar el dinero honesto de otros. A veces, incluso, se erigen estatuas en su honor.

Quienes defendemos la libertad, buscamos ampliar el poder de la elección de cada individuo para conducir su propia vida. Y ponemos de límite sólo el respeto a los demás. Deseamos reducir el poder del gobierno para dirigir vidas ajenas; para desperdiciar recursos ajenos en nombre de discursos falaces. Queremos que las personas tengan vidas dignas y plenas y puedan realizar sus proyectos vitales en paz, sin sufrir la voluntad impuesta de quienes arrogantemente se creen capaces de trazar el destino de la humanidad.

La libertad es clave para explicar la prosperidad humana

En la cosmogonía judeocristiana, Dios hace al hombre a su imagen y semejanza: lo dota de una capacidad creadora similar a la suya. Pero aunque la capacidad creadora acompañó al hombre desde que fue hombre, no fue sino hasta los albores de 1800 que la humanidad en occidente experimentó una auténtica revolución creativa. Previo a 1800, cada creación y descubrimiento del hombre sufría rendimientos decrecientes: un nuevo invento impulsaba una industria, pero era como una llama intensa que se apagaba rápidamente, que alumbraba un sector de la economía destinado a volver a la oscuridad. El hombre no estaba acostumbrado, como lo estuvo a partir de 1800, a la noticia de un nuevo invento, de una nueva tecnología, de una nueva creación.

Lo que ocurrió exactamente en 1800 sigue siendo una incógnita que atrae la atención de decenas de científicos sociales. La sombra de Parménides, de lo inmutable, cubría al planeta tierra. Por siglos, los hombres fueron lo que siempre fueron: esclavos de estructuras socioeconómicas que cambiaban lenta y gradualmente, pero que condenaban a generaciones sucesivas a obedecer un rol establecido. Algo cambió en 1800. A la sombra de Parménides le sucedió la luz de Heráclito: la luz del cambio. A la luz del cambio, nuevos individuos de distintas clases sociales fueron capaces de ejercer su capacidad creadora y de usar nuevos conocimientos y tecnologías de formas productivas. El liberalismo tomó fuerza y significó la dignidad de la rebeldía: el respeto al innovador y a quienes asumían el riesgo de rechazar lo antiguo y sufrir las consecuencias. El innovador es, por naturaleza, un rebelde. El liberalismo fomentó la capacidad creadora del hombre, su imitación de Dios; normalizó el cambio, la evolución y la idea del progreso; alimentó la visión de una historia lineal y ascendente y no de una historia condenada a un ciclo inescapable.

Un fuego cobró fuerza en 1800 que nunca había sido presenciado por la humanidad: el fuego de un cambio cultural que dignificó la actividad comercial y empresarial. El fuego, encauzado a través de las instituciones liberales de la propiedad, los contratos voluntarios, la división de poderes y la limitación del poder trajo una prosperidad inimaginable de vidas más longevas, menor mortalidad, mayor riqueza, alfabetismo y enriquecimiento espiritual. Pero es un fuego que puede apagarse. Que siga vivo y que alumbre más vidas dependerá de que reconozcamos las bendiciones que ha esparcido en el planeta y de que seamos lo suficientemente humildes para frenar los impulsos arrogantes de quienes quieren apagarlo. Tal es la misión de los liberales: mantener vivo el fuego de la innovación, de la libertad, de la rebeldía.

Por Sergio Adrián Martínez

Economista por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Administrador de Tu Economista Personal, sitio de reflexiones de economía y mercados libres.

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