En agosto de 2025, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) y el INEGI anunciaron que la pobreza en México había registrado su nivel más bajo en la última década: 29.6 % de la población vive en situación de pobreza y 5.3 % en pobreza extrema. Para el discurso oficial, estas cifras representan un triunfo histórico de la política social basada en aumentos al salario mínimo y en transferencias directas a millones de hogares. No obstante, esta narrativa es incompleta y, en muchos sentidos, engañosa.

La reducción estadística de la pobreza no necesariamente implica una mejora sustantiva en las condiciones de vida de los mexicanos. En realidad, el modelo que sostiene esta caída descansa en un mecanismo de alivio inmediato —el reparto de dinero en efectivo— que no resuelve los problemas estructurales del país. Más aún, el énfasis casi exclusivo en transferencias monetarias ha implicado un abandono sistemático de sectores estratégicos: la educación pública se encuentra con presupuestos rezagados, el sistema de salud se ha deteriorado al grado de dejar a más de 50 millones de personas sin cobertura, y los servicios básicos de infraestructura reciben inversiones insuficientes.

Al mismo tiempo, la concentración de recursos fiscales en programas asistenciales desplaza la inversión privada, pues el Estado prioriza la administración del corto plazo en lugar de garantizar condiciones estables y competitivas para el capital productivo. Esta combinación produce un fenómeno preocupante: millones de personas reciben apoyos que les permiten sobrellevar la pobreza, pero no existen las bases para que salgan definitivamente de ella ni para que se conviertan en parte de una economía más dinámica y sustentable.

En consecuencia, el supuesto éxito en la disminución de la pobreza debe analizarse con cautela: detrás de las cifras se esconde un modelo de política social que administra carencias, genera dependencia y limita la movilidad social, en lugar de combatir de raíz las causas de la desigualdad y la falta de oportunidades.

Transferencias monetarias: alivio inmediato, pero insostenible

Las transferencias monetarias han sido el pilar de la política social reciente en México. Programas como Pensión para el Bienestar de Adultos Mayores, Becas Benito Juárez y apoyos a sectores específicos han alcanzado una cobertura histórica: más de 25 millones de beneficiarios en 2024. En términos inmediatos, estos apoyos han evitado que 4.2 millones de personas caigan en situación de pobreza, según estimaciones de CONEVAL e INEGI. Sin embargo, la eficacia de esta estrategia tiene límites evidentes y genera efectos colaterales que comprometen el desarrollo a largo plazo.

a) Alivio, pero no movilidad social

Recibir una transferencia mejora el ingreso corriente de los hogares y permite solventar gastos básicos como alimentos o transporte. No obstante, no incrementa la productividad del trabajador ni genera empleos formales sostenibles. La movilidad social sigue estancada: un joven nacido en un hogar pobre en México tiene alrededor de un 50 % de probabilidad de seguir siendo pobre en la adultez, debido a la falta de inversión en capital humano (educación y capacitación).

b) Falta de progresividad y mala focalización

Si bien los programas tienen un carácter universal, esta amplitud también revela un problema: los recursos no siempre llegan a quienes más lo necesitan. Estudios muestran que mientras en 2016 el 68 % de los hogares pobres recibía algún apoyo social, en 2023 esa cifra cayó al 54 %, mientras que los hogares más ricos que reciben beneficios se duplicaron en el mismo periodo. Esto significa que, paradójicamente, el dinero público ha perdido eficacia redistributiva.

c) Sustitución del gasto en servicios públicos

Las transferencias han crecido como proporción del presupuesto, pero a costa de recortar inversión en sectores estratégicos. En 2024, el gasto federal en programas sociales representó cerca del 4.5 % del PIB, mientras que la inversión pública en infraestructura cayó al 2.8 % del PIB, el nivel más bajo en 30 años. Esto refleja una política de sustitución: el Estado entrega dinero directo, pero reduce el financiamiento a salud, educación y desarrollo productivo. El resultado es que muchas familias deben gastar sus apoyos en cubrir servicios privados (medicinas, clínicas, escuelas), anulando el beneficio neto.

d) Dependencia y clientelismo

Otro riesgo es la dependencia social y política. En lugar de empoderar a los ciudadanos con herramientas para salir de la pobreza, las transferencias perpetúan la relación de subordinación hacia el Estado. En un contexto político, los programas se convierten en instrumentos de clientelismo electoral: aseguran votos, pero no aseguran progreso.

e) Vulnerabilidad fiscal y macroeconómica

El financiamiento de las transferencias depende en gran medida de ingresos tributarios inestables y de los recursos petroleros. En un escenario de desaceleración económica, caída de exportaciones o baja en el precio del petróleo, el Estado tendría dificultades para sostener estos programas sin recurrir a endeudamiento o a mayores impuestos. En términos simples: el modelo es caro e insostenible en el tiempo.

En suma, las transferencias funcionan como un parche temporal que mejora las estadísticas y ofrece alivio inmediato, pero no atacan las causas estructurales de la pobreza: baja productividad, deficiencias educativas, falta de infraestructura y debilidad institucional. México corre el riesgo de perpetuar un círculo vicioso donde el Estado “administra” la pobreza con dinero en efectivo, en lugar de abrir oportunidades reales de desarrollo económico y social.

Retrocesos en servicios públicos esenciales

El discurso oficial presume que los mexicanos tienen más dinero en el bolsillo gracias a los programas sociales. Pero lo que no se dice es que ese dinero llega en un contexto donde los servicios públicos —salud, educación, seguridad social, infraestructura— están cada vez más debilitados. Así, lo que el Estado entrega por un lado, se erosiona por el otro: los hogares deben gastar sus apoyos en servicios privados que deberían estar garantizados por el sector público.

a) Salud: el retroceso más dramático

  • Entre 2018 y 2022, el número de personas sin acceso a servicios de salud creció de 20 millones a más de 50 millones, es decir, más del doble en solo cuatro años.
  • Para 2024, la carencia en salud pasó del 15.6 % al 34.2 % de la población, convirtiéndose en la dimensión social con mayor deterioro.
  • La desaparición del Seguro Popular y el fallido intento de sustituirlo con INSABI primero, y con IMSS-Bienestar después, dejaron un vacío de cobertura: hospitales sin medicamentos, médicos insuficientes y presupuestos recortados.
  • Resultado: millones de familias deben pagar consultas privadas, medicinas de alto costo y estudios clínicos con los mismos apoyos que reciben del gobierno. Lo que parecía un alivio se transforma en una trampa de gastos inevitables.

b) Educación: rezago y falta de movilidad

  • El rezago educativo afecta a 24.2 millones de personas, especialmente en comunidades rurales e indígenas.
  • La movilidad educativa intergeneracional se está frenando: en 2016, el 72 % de los jóvenes superaba la escolaridad de sus padres; en 2024, esa cifra cayó al 67 %, mientras que el porcentaje de quienes tienen menor escolaridad que sus padres aumentó al 21 %.
  • El presupuesto federal para educación, como proporción del PIB, se ha mantenido estancado o en retroceso, con recortes en programas de formación docente, infraestructura escolar y ciencia y tecnología.
  • En la práctica, los estudiantes pobres dependen de becas que apenas cubren transporte o materiales básicos, pero no tienen acceso a una educación de calidad que les garantice mejores empleos.

c) Seguridad social y empleo formal

  • El 48.2 % de los mexicanos carece de seguridad social, lo que significa que no tienen acceso a pensiones, servicios médicos laborales ni cobertura por desempleo.
  • La política pública prioriza las transferencias, pero no incentiva la formalización laboral ni el crecimiento de empleos con prestaciones.
  • Esto genera una paradoja: los beneficiarios reciben apoyos en efectivo, pero permanecen en condiciones de inseguridad laboral crónica, sin posibilidad de mejorar su bienestar en el largo plazo.

d) Infraestructura y servicios básicos

  • Mientras las transferencias absorben recursos, la inversión en infraestructura pública cayó a niveles históricos: apenas 2.8 % del PIB en 2024, la cifra más baja en tres décadas.
  • Esto ha frenado el desarrollo de hospitales, escuelas, carreteras y transporte público, afectando tanto a las familias como a la competitividad nacional.
  • La falta de inversión en agua potable, drenaje, energía eléctrica confiable y conectividad digital perpetúa la marginación en zonas rurales y semiurbanas.

El impacto en la inversión privada: una política que desincentiva al capital productivo

El énfasis desmedido en las transferencias monetarias también tiene un efecto colateral que pocas veces se discute con la seriedad necesaria: el desplazamiento de la inversión privada. La política asistencialista, al absorber crecientes recursos fiscales, ha reducido de manera significativa la capacidad del Estado para invertir en infraestructura y en proyectos estratégicos que normalmente funcionan como catalizadores de la inversión empresarial. Sin carreteras modernas, puertos eficientes, energía confiable o sistemas educativos que formen capital humano competitivo, las empresas encuentran menos incentivos para arriesgar capital en México. La consecuencia es clara: mientras el gasto social directo crece como proporción del PIB, la inversión pública se encuentra en mínimos históricos, y con ella también disminuye la confianza y la participación del sector privado.

Además, el modelo de transferencias fomenta un ambiente en el que la ciudadanía depende más del ingreso gubernamental que de la dinámica laboral formal. Esta dependencia altera los incentivos productivos y mantiene a amplios sectores en la informalidad, lo que se traduce en un mercado interno con baja productividad, reducido poder adquisitivo sostenido y, por tanto, poco atractivo para las empresas que buscan consumidores estables y con capacidad de gasto. De esta manera, el Estado se convierte en el principal empleador indirecto a través de los apoyos sociales, pero sin generar los empleos de calidad que solo el capital productivo puede ofrecer.

A esta situación se suma la incertidumbre fiscal. El financiamiento de los programas sociales exige un gasto permanente que depende de ingresos tributarios limitados y de transferencias petroleras cada vez más volátiles. El riesgo de que el gobierno recurra a mayor endeudamiento o a nuevas cargas fiscales sobre las empresas genera un clima de desconfianza, lo que lleva a postergar o cancelar proyectos de inversión. En lugar de convertirse en un socio estratégico que genere certidumbre y condiciones propicias, el Estado termina siendo visto como un competidor que absorbe recursos en beneficio de políticas de corto plazo.

En este contexto, la inversión privada se encuentra acotada tanto por la falta de infraestructura y capital humano como por la percepción de que las prioridades gubernamentales están orientadas más a mantener una base electoral que a construir un país competitivo. Mientras las transferencias monetarias pueden mejorar momentáneamente los indicadores de pobreza, la ausencia de un entorno favorable para el capital productivo impide que esos avances se traduzcan en crecimiento económico sostenido, empleos bien remunerados y movilidad social real. Lo que se gana en estadísticas de corto plazo se pierde en oportunidades de largo alcance.

Una estrategia incompleta

La reducción de la pobreza vía transferencias es real, pero se sostiene sobre bases endebles:

  • Servicios públicos debilitados → educación y salud deterioradas.
  • Inversión privada desincentivada → menor creación de empleo productivo.
  • Dependencia creciente del gasto público → vulnerabilidad fiscal ante caídas en ingresos petroleros o recaudación.

Conclusión: pobreza menor, desarrollo estancado

La supuesta reducción de la pobreza en México es, en buena medida, un triunfo estadístico más que un cambio estructural. Los datos muestran que millones de personas han mejorado marginalmente su ingreso gracias a las transferencias monetarias, pero esta mejoría no se traduce en bienestar sostenible ni en movilidad social real. Lo que observamos es una política social que administra la pobreza, la contiene y la maquilla, pero no la combate desde sus raíces.

La realidad es que un país no se desarrolla repartiendo dinero en efectivo, sino construyendo instituciones sólidas, servicios públicos universales y condiciones atractivas para la inversión productiva. El abandono de la salud pública, que ha dejado a más de 50 millones de personas sin acceso a servicios médicos; la precarización de la educación, que condena a los jóvenes a repetir el ciclo de pobreza de sus padres; y la caída histórica de la inversión pública, que desincentiva al capital privado, son señales inequívocas de un modelo económico que privilegia lo inmediato sobre lo duradero.

México corre el riesgo de quedar atrapado en una trampa de dependencia y estancamiento. Si el Estado concentra sus esfuerzos en transferencias sin generar infraestructura, empleo formal y capital humano, el crecimiento económico seguirá siendo bajo y la competitividad internacional se seguirá erosionando. El resultado es un país con menos pobres en papel, pero con ciudadanos más vulnerables en la práctica, porque carecen de las herramientas necesarias para prosperar en un entorno global cada vez más exigente.

El desafío es reorientar la política social hacia un equilibrio: mantener apoyos que garanticen un piso mínimo de dignidad, pero al mismo tiempo apostar por educación de calidad, sistemas de salud universales, inversión en ciencia y tecnología e incentivos claros a la inversión privada. Solo así las transferencias dejarán de ser un paliativo y se convertirán en un verdadero trampolín para el desarrollo. De lo contrario, México se conformará con administrar la pobreza en lugar de superarla, perpetuando un modelo que, aunque rinde frutos electorales en el corto plazo, condena al país a la mediocridad económica y a la fragilidad social en el largo plazo.

Por Asael Polo

Economista por la UNAM. Especialista en finanzas bancarias y política económica. Asesor Económico en Cámara de Diputados - H. Congreso de la Unión. Escribe para Asuntos Capitales, Viceversa.mx y El Tintero Económico. Twitter: @Asael_Polo10

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *