Hoy en día, los jóvenes están penalizados, pero se dice que recibirán más de 6,4 billones de euros en los próximos veinte años. Por ello, según economistas y comentaristas, debería reforzarse el impuesto sobre las transferencias intergeneracionales, gravando los patrimonios superiores a un millón de euros. Esta idea, relanzada por «The Economist» y retomada por «La Stampa», promete un nuevo «impulso social» financiado con lo que otros han construido. Sin embargo, esta propuesta, presentada como sabia y razonable, es en realidad un ataque directo a la libertad, la responsabilidad, la familia y la propiedad.

Gravar lo legado es gravar la misma riqueza dos veces: una cuando se gana y otra cuando se transfiere. Y hacerlo en nombre de la igualdad no lo hace menos injusto. Los legados no son un privilegio, sino la consecuencia de un derecho fundamental: el derecho a disponer libremente del fruto del trabajo. Si es legítimo educar a un niño, transmitirle conocimientos y valores, ¿por qué no debería serlo también confiarle bienes materiales?

El impuesto de sucesiones entra en vigor en el momento más arbitrario posible: la muerte. No es un acontecimiento económico, sino un hecho humano, íntimo e irrepetible. Afectar precisamente en ese momento, en la transición generacional, es un acto que tiene más que ver con el poder que con la tributación. Nadie puede justificar un impuesto sobre los bienes resultantes del trabajo, los impuestos y el sacrificio pasados. Es una sanción póstuma contra quienes ahorraron en lugar de consumir, contra quienes pensaron en el futuro en lugar de vivir únicamente de los ingresos públicos.

Los bienes familiares no son ingresos pasivos. Mantener un legado requiere compromiso, habilidades y la capacidad de asumir riesgos. El capital se deteriora, se transforma y pierde valor si no se gestiona. Sin embargo, el Estado pretende gravar esta transferencia como si fuera una ganancia segura y garantizada. ¿El resultado? Una doble injusticia. La primera, contra quienes lo construyeron y planificaron. La segunda, contra quienes lo reciben, castigados simplemente por ser herederos, familiares, amigos o receptores de confianza.

Esto crea una profunda discriminación entre quienes lo consumen todo en la vida —y no dejan nada— y quienes ahorran para transmitirlo. Uno no es tocado; el segundo es golpeado. Es un impuesto a la previsión, contra la previsión, al vínculo entre las personas. Y todo esto se justifica con la fórmula habitual: «No es justo que alguien reciba sin esfuerzo». Pero ¿es realmente más justo que el Estado lo reciba?

Es fácil aceptar que una persona se beneficie de subsidios, bonificaciones y transferencias públicas. Pero en cuanto recibe algo de un padre, un familiar o un ser querido, la gente denuncia la injusticia. Esta es la verdadera contradicción: lo que proviene del poder se considera legítimo; lo que proviene de la libertad privada es sospechoso. En su raíz reside la idea de que toda la riqueza debe, tarde o temprano, volver al control público.

El daño no es teórico. Dondequiera que este tipo de impuestos se haya aplicado agresivamente, los resultados han sido desastrosos. En Francia durante la Revolución, en Inglaterra para financiar guerras, en Italia desde 1862: en todas partes se han visto desmembramientos corporativos, fugas de capitales y liquidaciones forzosas. En la década de 1970, en el Reino Unido, el tipo superó el 70%, pero la recaudación fue mínima. En Italia, antes de su abolición en 2001, alcanzó el 33%. La reintroducción en 2006 fue más cautelosa, pero hoy se propone una reforma «europea» sin haber aprendido nada.

La distorsión también se refleja en la estructura de las relaciones. Cuanto más distante sea la relación entre el beneficiario y el fideicomitente, mayor será la imposición. Como si la administración estatal pudiera juzgar quién es más o menos merecedor de recibir. Pero ¿quién decide si un hijo es más merecedor que un nieto, un amigo, un ser querido o un colaborador de confianza? Este mecanismo delata la pretensión de evaluar y regular los afectos.

Además, no está claro por qué la transmisión del capital cultural, la educación y las relaciones se considera legítima, mientras que los bienes materiales no. Estos también son resultado de decisiones, esfuerzos y sacrificios. Sin embargo, solo se grava lo que se puede medir mediante impuestos. Es una forma sutil de saqueo, que pretende regular la libertad mediante impuestos.

El daño también es moral. Se está educando a una generación para creer que lo que poseen no debe construirse, sino esperarse. Que nada es verdaderamente suyo, ni siquiera lo que se les da libremente. Es la lógica perversa de una autoridad pública que busca transformar a los ciudadanos responsables en contribuyentes pasivos, desprovistos de vínculos y recuerdos.

Como escribió Pascal Salin: «El impuesto de sucesiones representa uno de los ataques más graves a la propiedad. Tolerar su principio significa aceptar el mecanismo totalitario. No puede haber sociedad libre sin propiedad. Y el hecho de que la confiscación se produzca tras la muerte del propietario no cambia nada».

En definitiva, gravar lo que se deja atrás no es redistribución, es imposición. Quien acepte este principio ya ha renunciado a su libertad.

Agradecemos al autor su amable permiso para reproducir su artículo, publicado originalmente en Radio Liberta: https://radioliberta.net/2025/07/27/cari-soloni-tassare-le-eredita-e-negare-la-liberta/

Sandro Scoppa: abogado, presidente de la Fundación Vincenzo Scoppa, director editorial de Liber@mente, presidente de la Confedilizia Catanzaro y Calabria.

X: @SandroScoppa

Por Víctor H. Becerra

Presidente de México Libertario y del Partido Libertario Mx. Presidente de la Alianza Libertaria de Iberoamérica. Estudió comunicación política (ITAM). Escribe regularmente en Panampost en español, El Cato y L'Opinione delle Libertà entre otros medios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *