Bajo el pretexto de la «seguridad», la economía de guerra está regresando, de forma sigilosa pero inexorable. Lo que comienza como una medida de protección termina en control, burocracia y pérdida de prosperidad.
Tras el fin de la Guerra Fría, se creía que la historia había llegado a su fin. El socialismo había fracasado, los mercados se expandían y el mundo parecía encaminarse hacia una paz duradera. «Comercio en lugar de armas» era el nuevo lema. Tres décadas después, poco queda de aquel optimismo. El gasto militar aumenta a nivel mundial, las alianzas se redefinen y los gobiernos vuelven a abogar por una «política de seguridad», un eufemismo para lo que Ludwig von Mises describió como una economía de guerra en su libro de 1940 «Nationalökonomie» (Economía Nacional): la subordinación de toda la vida económica y social a los objetivos militares.
Los paralelismos son innegables. Lo que antes era un régimen de emergencia, activado solo en situaciones críticas, se está convirtiendo gradualmente en el orden permanente. Política energética, política industrial, cadenas de suministro, mercado laboral: todo se concibe «estratégicamente». Y cada vez más, esto significa: centralizado, dirigido, controlado. La vieja tentación regresa, con su conocida falsa promesa: la seguridad. Pero, como cada generación debe aprender de nuevo, la seguridad basada en la coerción no es seguridad en absoluto, sino una mera ilusión.
Una economía libre es más que producción y consumo. Es un sistema de cooperación voluntaria. Millones de personas comercian entre sí a diario porque se benefician mutuamente. Esta forma de cooperación es pacífica porque se basa en el intercambio, no en la coerción. Una economía de guerra destruye este fundamento. Sustituye la cooperación por estructuras de mando. Transforma a los emprendedores en meros receptores de órdenes, a los trabajadores en funcionarios y a los mercados en oficinas de planificación. Los precios, que normalmente transmiten información sobre escasez y demanda, se degradan a meras directrices políticas. El pensamiento emprendedor requiere libertad, riesgo y competencia, no control. Cuando el Estado dicta qué se produce y qué se subvenciona, el resultado no son mejores productos, sino proyectos políticos.
En cuanto el Estado empieza a dictar qué, cómo y con qué fin se producen las cosas, la economía se convierte en un instrumento de poder. La producción ya no se rige por las necesidades de la gente, sino por las directivas gubernamentales o por lo que el gobierno declara «necesario». El resultado no es seguridad, sino dependencia: dependencia de la burocracia, los presupuestos y el poder arbitrario de las autoridades políticas. Mises lo denominó «socialismo de guerra». Hoy se le llama «política industrial estratégica» o «resiliencia nacional». Pero el mecanismo es idéntico: centralización, control y la justificación moral de la intervención estatal.
La transición es fluida. Primero, se declaran sectores económicos de importancia sistémica, luego las cadenas de suministro como estratégicamente críticas y, finalmente, se espera que sociedades enteras adopten una postura defensiva. En última instancia, toda la población participa de una movilización constante: económica, ideológica y psicológica. Esto tiene tres consecuencias: Primero, los ciudadanos son instrumentalizados como contribuyentes, trabajadores y consumidores al servicio de una agenda propagada. Segundo, la propaganda suprime la conciencia: los medios de comunicación, la educación y la cultura están comprometidos con la cohesión. La crítica se considera antisolidaria. Tercero, la innovación se dirige burocráticamente para servir a objetivos de seguridad. Esto crea una situación que Mises reconoció al comienzo de la Segunda Guerra Mundial: el Estado libra la guerra no solo con armas, sino con la sociedad en su totalidad.
El proteccionismo también es un elemento clave del panorama general. En tiempos de incertidumbre, la autarquía suena seductora: «Debemos independizarnos». Pero esta exigencia, que se ha convertido en consenso político en muchas capitales occidentales, supone un retroceso económico. La autarquía es una peligrosa ilusión. Implica que un país intente producirlo todo por sí mismo, independientemente del mercado mundial, independientemente de los estados «hostiles». Pero este intento es costoso e ineficiente. Quienes renuncian a la división internacional del trabajo desperdician recursos, reducen la calidad y disminuyen la prosperidad.
La autarquía no solo es económicamente absurda, sino también moralmente peligrosa. Alimenta el nacionalismo, fomenta la desconfianza y socava la paz. El comercio une a los pueblos; la autarquía los divide. Una economía de guerra destruye la economía de mercado.
Las economías de guerra también son destructivas a nivel social. Obligan a las personas a funcionar en función de un colectivo cuyos objetivos están definidos por otros. Destruyen la prosperidad, reducen la calidad de vida y generan frustración. Una sociedad empobrecida pierde no solo su poder adquisitivo, sino también su moral.
Europa ofrece actualmente un ejemplo paradigmático. La ruptura con el suministro energético ruso se justificó por motivos geopolíticos, pero las consecuencias económicas son devastadoras: precios más altos, debilitamiento de la industria y pobreza energética. El intento de lograr la «independencia» simplemente ha trasladado la dependencia: de Rusia a Estados Unidos y Oriente Medio, del gas a las subvenciones. Las consecuencias de este desacertado rumbo ya son evidentes. Se requiere un gasto público cada vez mayor para mantener la economía funcionando, aunque sea mínimamente. La deuda pública crece. El sector privado se ve cada vez más perjudicado.
El giro hacia una economía de guerra se justifica a menudo como una medida de «defensa». El argumento es que debemos volvernos «a prueba de crisis», «resilientes» y «robustos». Pero, en realidad, esta lógica debilita precisamente aquello que pretende proteger. Quienes desean la paz deben defender el mercado. Quienes desean la prosperidad deben limitar el Estado. Y quienes desean la seguridad jamás deben creer que esta surge del control. Porque el control es lo opuesto a la libertad, y sin libertad, no hay nada que defender.
Un mundo donde las personas comercian voluntariamente no tiene interés en destruirse mutuamente. Una economía de guerra, en cambio, prospera creando enemigos. Necesita desconfianza para justificar las intervenciones. Necesita el miedo para imponer la obediencia. Y necesita la voluntad de sacrificarse para financiar lo imposible. Pero lo que los políticos venden como «intereses de seguridad» es, en realidad, un ataque a la libertad. Cada intervención adicional, cada nuevo subsidio, cada nueva ley «estratégica» desplaza aún más el equilibrio de poder, del ciudadano al Estado. La economía de libre mercado, por lo tanto, no es solo un sistema de prosperidad, sino un sistema de paz. Sustituye la violencia por el intercambio, la planificación por la cooperación, la coerción por la libertad. En ella, no hay enemigos, solo socios comerciales.
Cualquiera que preste atención hoy puede ver que la economía de guerra comenzó hace tiempo, de forma insidiosa pero sistemática. Ya estamos presenciando la militarización de la vida cotidiana. Los gobiernos hablan de «soberanía económica», pero en realidad se refieren a subsidios y proteccionismo. La política energética se denomina «protección climática», pero sirve al control geopolítico. Los medios de comunicación informan en clave bélica: blanco y negro, amigo o enemigo, lealtad o traición. Se exige a las empresas la obligación moral de operar de forma que «apoye al Estado».
La economía de guerra es la máxima expresión de este autoengaño. Promete protección, pero genera dependencia. Exige unidad, pero produce obediencia. Demanda sacrificios sin garantizar la victoria. En realidad, ninguna nación puede fortalecerse privando a sus ciudadanos de sus derechos. Ningún Estado se libera restringiendo sus mercados. Ningún pueblo permanece en paz viviendo en estado de alerta constante.
Ludwig von Mises escribió su análisis de la economía en tiempos de guerra bajo la impresión de una conflagración global. Sabía que la libertad se sacrifica con mayor facilidad en tiempos de crisis, y es más difícil de recuperar. Cada generación se enfrenta tarde o temprano a la disyuntiva: libertad o seguridad. Y casi siempre elige la seguridad, una seguridad engañosa. Solo más tarde se da cuenta de que ha perdido ambas.
Un Estado solo se justifica en la medida en que apoya la cooperación social voluntaria. Si un gobierno hace lo contrario, pierde su legitimidad. Entonces, los ciudadanos tienen el derecho y el deber de resistir. Hoy nos encontramos nuevamente en una encrucijada similar. Una vez más, crece la tentación de buscar la fortaleza en el Estado en lugar de en el individuo. Una vez más, la libertad se percibe como un lujo que no se puede permitir «en tiempos de incertidumbre». Y una vez más, se olvida que sin libertad no hay seguridad, solo dominación.
Fuentes:
Ludwig von Mises. Economía nacional. Teoría de la acción y la economía (1940)
Antony P. Mueller: Socialismo, capitalismo y anarquía (2021)
Fuentes:
Fuentes:
Publicado originalmente en Freiheitsfunken: https://freiheitsfunken.info/2025/11/16/23547-kriegswirtschaft-und-freiheit-kriegswirtschaft-2025-wie-staaten-im-namen-der-sicherheit-freiheit-und-wohlstand-opfern
Antony P. Mueller.- Doctor en Economía por la Universidad de Erlangen-Nuremberg (FAU), Alemania. Economista alemán, enseñando en Brasil; actualmente enseña en la Academia Mises de São Paulo, también ha enseñado en EEUU, Europa y otros países latinoamericanos. Autor de: “Capitalismo, socialismo y anarquía”. Vea aquí su blog.
X: @AntonyPMueller
