La tecnocracia es más que una nota histórica: es una ideología que amenaza la libertad individual. Nacida en Estados Unidos en la década de 1930, prometía un mundo en el que científicos e ingenieros optimizarían la sociedad como una máquina. Pero tras la promesa de eficiencia y prosperidad se esconde un sistema que aspira al control centralizado, la vigilancia y la abolición de la autonomía personal. Para los libertarios, la tecnocracia es la antítesis de todo lo que defienden: responsabilidad personal, libre mercado y un gobierno que se limita a lo estrictamente necesario.
El movimiento tecnocrático surgió en Estados Unidos durante la Gran Depresión. En 1932, Howard Scott fundó Technocracy Inc., una organización que abogaba por una reestructuración radical de la sociedad. Inspirados por el progresismo de principios del siglo XX y las ideas de la «gestión científica», los tecnócratas buscaban sustituir a los empresarios por expertos. Su objetivo era un nuevo sistema económico y social basado en la planificación científica. En lugar de dinero, un sistema energético regularía la distribución de bienes: cada ciudadano recibiría un «certificado energético» vitalicio que controlaría su acceso a los recursos. Este certificado sería intransferible e inamovible, imposibilitando cualquier forma de acumulación privada de riqueza. El Manifiesto Tecnocrático de 1933 formuló cinco objetivos principales:
Primero: Un nuevo sistema económico y social bajo el gobierno de expertos
Segundo: La abolición del sistema monetario en favor de un sistema de contabilidad energética
Tercero: Promover nuevas tecnologías para resolver problemas ambientales y de recursos.
Cuarto: Eliminar la pobreza y el desempleo mediante una mayor eficiencia
Quinto: La expansión de la educación científica y técnica
Estos objetivos parecen progresistas a primera vista, pero tienen un lado oscuro: se basan en la planificación central y sacrifican la libertad individual por una aparente eficiencia. Para los libertarios, esto es una pesadilla: un sistema que destruye el libre mercado y degrada al individuo a un engranaje de la burocracia.
Si bien la tecnocracia perdió importancia como movimiento independiente en la década de 1940, sus ideas permearon la política. En Estados Unidos, influyó en el New Deal de Roosevelt, una serie de programas gubernamentales que enfatizaban la planificación y la regulación centralizadas. En Alemania, durante la era nazi, se aplicaron enfoques tecnocráticos en la industria armamentística, la medicina y la propaganda, un ejemplo sombrío de los peligros de combinar el gobierno experto con el control autoritario.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la tecnocracia se globalizó. La fundación de las Naciones Unidas (ONU) en 1945, el Grupo Bilderberg en 1954, el Club de Roma en 1968, el Foro Económico Mundial (FEM) en 1971 y la Comisión Trilateral en 1973 marcaron el auge de las redes tecnocráticas. Estas organizaciones —desde la Organización Mundial de la Salud (OMS) hasta el Banco Mundial (BIRF) y la Organización Mundial del Comercio (OMC)— participan ahora en prácticamente todos los aspectos de la economía global. Operan sin supervisión democrática y dependen de expertos para tomar decisiones sobre finanzas, comercio, energía, salud y nutrición. La OMS puede declarar pandemias e impulsar la acción mundial; la FAO, agencia de la ONU, dirige la política alimentaria mundial; y la UIT de las Naciones Unidas regula las telecomunicaciones y las tecnologías digitales. Estas instituciones son los representantes visibles de una tecnocracia global que, en parte, se sitúa por encima de los gobiernos nacionales y socava cada vez más la libertad y la autodeterminación.
En la década de 1970, la tecnocracia encontró una nueva vía: el ecologismo. En 1972, el Club de Roma publicó su informe «Los límites del crecimiento», que advertía sobre la escasez de recursos y la destrucción del medio ambiente. Aunque las predicciones del informe resultaron ser sistemáticamente erróneas, sentó las bases del movimiento ambientalista global. En Alemania, el ecologismo se consolidó políticamente con la fundación del Partido Verde en 1979. Hoy en día, «sostenibilidad» es una palabra de moda utilizada por gobiernos, ONG y corporaciones para justificar intervenciones en la economía y la vida de los ciudadanos. Las Naciones Unidas asumieron el liderazgo de la política ambiental global. En 1983, la Comisión Brundtland de la ONU sentó las bases de la Agenda 21 y, posteriormente, de la Agenda 2030 con su informe «Nuestro futuro común». El concepto clave de «sostenibilidad» exige que el desarrollo económico solo pueda darse en conjunción con la protección del medio ambiente, bajo control global. La conferencia de la ONU de 1992 en Río de Janeiro, conocida como la «Cumbre de la Tierra», dio origen a la Agenda 21, un documento de 300 páginas que sirve como modelo para el desarrollo sostenible. La Declaración de Río resultante y acuerdos posteriores como el Protocolo de Kioto (1997) y el Acuerdo de París (2015) han dado forma a la política climática global. Hoy en día, se debaten las cuentas de carbono para los ciudadanos, que monitorizarían cada compra y actividad. Si alguien excede su límite de carbono, tendría que comprar «puntos» adicionales. Este concepto no es una fantasía futurista, sino una versión moderna de los certificados energéticos de Tecnocracia S.A. Su objetivo es el control total: cada aspecto de la vida, desde la movilidad hasta la nutrición, estaría regulado por un sistema central. Para quienes se preocupan por preservar la libertad, esto no solo supone un ataque directo a la dignidad humana, sino también a la prosperidad, ya que el programa tecnocrático prevé sustituir los mecanismos del mercado por mandatos estatales.
La tecnocracia no se limita a la economía y la sociedad. El transhumanismo, una de sus manifestaciones más radicales, ataca a la humanidad misma. Liderado por figuras como Julian Huxley, primer Director General de la UNESCO, el transhumanismo busca «mejorar» la naturaleza humana mediante la tecnología. Huxley, defensor de la eugenesia, acuñó el término «transhumanismo» para describir la idea de una evolución guiada científicamente. Su objetivo era una «nueva forma de ser» en la que la humanidad superara sus limitaciones mediante la inteligencia artificial, la manipulación genética y las redes digitales. El «Manifiesto Transhumanista» de 1983 formuló la visión de un «superhumano»: inmortal, omnisciente y tecnológicamente optimizado. Esta visión se acerca rápidamente. La inteligencia artificial forma parte de la vida cotidiana, desde los asistentes de voz hasta los sistemas de vigilancia. Pero el inconveniente es alarmante: pequeñas élites podrían usar estas tecnologías para controlar a la humanidad. Las monedas digitales de los bancos centrales (CBDC), que podrían vincularse a las cuentas de carbono, son un paso más en esta dirección. Permiten a los gobernantes tecnocráticos monitorear y controlar el flujo de dinero hacia cada individuo, una herramienta que podría borrar toda libertad financiera.
La tecnocracia se ha convertido en una amenaza existencial. Reemplaza las decisiones individuales por la planificación central, los mercados libres por regulaciones burocráticas y la responsabilidad personal por el control estatal. La expansión del poder ejecutivo —las leyes se sustituyen por regulaciones, los parlamentos se ignoran— socava la democracia. Instituciones como el Banco Central Europeo, la Reserva Federal y la Organización Mundial de la Salud operan sin rendir cuentas a la ciudadanía. El desarrollo de la unificación europea es indicativo. Basada en el principio rector de crear paz y prosperidad en Europa tras las catástrofes de las dos guerras mundiales, la UE se ha transformado cada vez más en un monstruo tecnocrático. Grupos de presión y consultoras que generan miles de millones de dólares en ingresos en Bruselas y Berlín forman una red en la sombra que dirige la política. La combinación de tecnocracia y ambientalismo está conduciendo a una concentración de poder sin precedentes. Palabras de moda como «cambio climático», «sostenibilidad» y «ciudades inteligentes» se utilizan para legitimar intervenciones en la vida de los ciudadanos. Las cuentas de carbono, las monedas digitales y las visiones transhumanistas amenazan la soberanía individual. Cuando el Estado controla todos los aspectos de la vida, desde el consumo de energía hasta el desarrollo personal, sólo queda una sombra de libertad.
La tecnocracia promete eficiencia, seguridad y prosperidad, pero el precio es insoportable: la renuncia a la libertad individual. Además, cuanto mayor es el margen de maniobra, menos cumple sus promesas fundamentales de prosperidad y eficiencia. La tecnocracia se ha convertido en un peligro al socavar los cimientos de la libertad y la prosperidad: la propiedad privada y el libre mercado.
Antony P. Mueller: «Totalitarismo tecnocrático: Notas sobre el gobierno de los enemigos de la libertad, la paz y la prosperidad» (2023)
Publicado originalmente en Freiheitsfunken AG: https://freiheitsfunken.info/2025/10/05/23400-technokratie-der-schleichende-weg-zur-globalen-kontrolle
Antony P. Mueller.- Doctor en Economía por la Universidad de Erlangen-Nuremberg (FAU), Alemania. Economista alemán, enseñando en Brasil; actualmente enseña en la Academia Mises de São Paulo, también ha enseñado en EEUU, Europa y otros países latinoamericanos. Autor de: “Capitalismo, socialismo y anarquía”. Vea aquí su blog.
X: @AntonyPMueller