En la historia política reciente, el ciudadano común ha sido manipulado para creer que la gran batalla de nuestro tiempo es entre izquierda y derecha, como si se tratara de dos bandos irreconciliables y no de dos caras de la misma moneda. Esa falsa dicotomía ha servido para distraer, dividir y, sobre todo, mantener intacta la estructura de poder que realmente nos oprime: el Estado.
Desde la escuela se nos enseña a pensar en términos de partidos, elecciones y líderes carismáticos. Nos repiten una y otra vez que el progreso depende de elegir a “los correctos”, cuando en realidad lo único que cambia es el disfraz del monopolio de la coerción. El liberalismo clásico hablaba de limitar al Estado; el socialismo prometía redistribuir la riqueza; pero hoy ambos caminos desembocan en lo mismo: la socialdemocracia, ese híbrido que sabe usar el lenguaje de la justicia social y el de la libertad según convenga, mientras expande sin freno el poder gubernamental.
Un punto clave que muchos olvidan es que el Estado no produce riqueza: la extrae. No genera valor: lo confisca mediante impuestos, inflación o regulación. El político, ya sea de izquierda o de derecha, no negocia pensando en la prosperidad del individuo; negocia en función de sus alianzas, de las corporaciones que le financian y de los grupos de presión que garantizan su permanencia en el poder. El Estado se convierte así en un intermediario forzoso que nadie eligió voluntariamente, pero al cual todos debemos rendir tributo.
Los economistas de la Escuela Austriaca han explicado con claridad que cada intervención estatal en el mercado crea distorsiones, desincentiva la innovación y castiga al consumidor. Sin embargo, la narrativa dominante insiste en que necesitamos más regulaciones, más programas sociales, más subsidios. Lo que no se dice es que todas esas medidas aumentan la dependencia de los ciudadanos hacia el aparato estatal y refuerzan el poder de las élites que lo controlan.
El nacionalista que promete proteger la economía cerrando fronteras no es diferente del socialista que promete justicia social expropiando riqueza: ambos utilizan la fuerza del Estado para decidir sobre la vida y propiedad ajena. Ambos desprecian el principio básico de la libertad: que cada individuo pueda disponer de su cuerpo, de su trabajo y de lo que produce sin coerción externa.
Por eso, el verdadero enemigo no es un partido específico ni una ideología maquillada de derecha o izquierda: es la creencia en el propio Estado como solución a todos los problemas. Mientras la gente siga pensando que la salida está en votar mejor, en elegir un candidato “menos malo” o en confiar en que esta vez sí habrá un político honesto, seguirá perpetuando su propia esclavitud.
Al día de hoy tenemos que tener en mente algo muy importante y es que no existe el verdadero comunismo imperialista en práctica como se quiso implementar en las décadas de la Guerra Fría, dónde podía visualizarse de una mejor manera la bipolaridad de las ideologías políticas entre la izquierda y la derecha.
Aunque duela en el orgullo y no lo queramos reconocer, después de la caída del muro de Berlín, el liberalismo no fue el ganador y el socialismo tampoco fue derrotado; más bien fue el surgimiento hegemónico de lo que hoy conocemos como la socialdemocracia, un término que puede disfrazarse de derecha e izquierda según sea conveniente al momento de la votación. Nuestro enemigo actual claramente es el Estado, pero el verdadero enemigo ideológico de todo liberal debiese ser la socialdemocracia.
El político nacionalista y proteccionista no es un liberal por más derecha que quiera autonombrarse, es un político que abusa del poder y no busca negociar mejores estrategias de libre mercado, al contrario, termina atando de una soga a los consumidores. Así mismo, el político amador de los pobres y de la justicia social no verá únicamente por el pueblo como lo dice en sus discursos. Es capaz de negociar con las grandes corporaciones oligopólicas para favorecer primero a ellas así como a sus propios bolsillos. Ninguna de las políticas públicas que los gobiernos implementan son de izquierda o de derecha, son corporativistas y socialdemócratas, pero nos compran el voto con discursos bonitos a favor de la libertad o de la justicia social y así es como caemos en sus mentiras.
Por lo tanto, en la época actual no es convincente confiar en cualquier político que se haga llamar liberal, pues su objetivo sigue siendo querer entrar en el aparato coercitivo y monopólico del Estado, controlando las decisiones de la vida de los demás, desde su intervención en precios como en la usurpación de su propiedad privada en impuestos. Hay que tener cuidado porque en esta época y en este contexto histórico, cualquier político que se haga llamar libertario, en la práctica puede terminar siendo socialdemócrata.
