El populismo no representa una ideología estructurada, sino una estrategia para ganar y conservar el poder apelando a las emociones de la gente pobre. Su técnica central es ofrecer soluciones aparentemente generosas y rápidas a problemas estructurales, repartiendo beneficios inmediatos que generan popularidad, aunque sus consecuencias resulten destructivas a largo plazo.

Tanto los regímenes de izquierda como de derecha pueden adoptar prácticas populistas. En ambos casos, el común denominador es el gasto desmedido en programas sociales financiados sin respaldo económico real. Estas ayudas, lejos de solucionar la pobreza, terminan pagándose con inflación o con deuda pública, que más tarde se traduce en mayores impuestos, menos inversión y menor generación de empleos. El resultado es una reducción del poder adquisitivo de quienes se pretendía beneficiar y un círculo vicioso de dependencia gubernamental.

Uno de los discursos favoritos del populismo es la búsqueda de igualdad, entendida como la redistribución forzada de riqueza. Lejos de fomentar el ascenso social, estas medidas desalientan la inversión productiva y empujan al estancamiento económico. En lugar de generar condiciones para el crecimiento individual, el populismo promueve un modelo de paternalismo estatal donde el ciudadano se convierte en cliente electoral.

El nacionalismo es otra bandera del populismo. La exaltación de la patria es utilizada como cortina de humo para justificar políticas autoritarias. La manipulación emocional se convierte en instrumento de control, y el discurso patriótico reemplaza a los resultados concretos. Se condena a quien cuestiona estas prácticas como enemigo de la nación, reforzando así el poder del líder populista.

Ejemplos históricos demuestran las consecuencias devastadoras de estas políticas. Hitler, Stalin y Mao llegaron al poder respaldados por el voto o el apoyo popular, y sus gobiernos terminaron siendo responsables de represiones masivas, hambrunas y millones de muertes.

Aun cuando estos casos son extremos, demuestran que la popularidad no equivale a buen gobierno.

En la actualidad, varios países padecen regímenes populistas donde las ayudas económicas son intercambiadas por lealtad electoral. En contextos donde grandes sectores de la población viven en condiciones de pobreza, esta estrategia se convierte en un mecanismo eficaz de control político. La dependencia del ciudadano al gobierno crece, y con ella, la perpetuación de gobiernos ineficientes.

La verdadera democracia exige el respeto a tres pilares fundamentales: la vida, la propiedad y la libertad. Sin estas garantías, no hay espacio para el libre intercambio ni para el desarrollo humano sostenible. La estabilidad jurídica y el respeto a los contratos son condiciones esenciales para fomentar la inversión y el emprendimiento.


Frente al avance del populismo, la educación económica se vuelve fundamental. Una ciudadanía instruida entiende los efectos reales de las políticas públicas, distingue entre caridad disfrazada de justicia social y las verdaderas reformas estructurales que permiten la movilidad social. Sin formación, el discurso populista encuentra tierra fértil en la desinformación, perpetuando el clientelismo y el subdesarrollo.


El populismo es eficaz en generar aplausos, pero ineficiente en generar progreso. Su legado no es la equidad, sino una masa creciente de ciudadanos dependientes, atrapados en la pobreza estructural, convertidos en recurso político de los poderosos de turno.

Doctor Luis Pazos: abogado, analista político, economista, ex funcionario público, columnista y escritor de infinidad de libros en estas materias. Actualmente es presidente del Centro de Estudios Sobre la Libre Empresa (CISLE): https://cisle.org.mx/ 

Por Víctor H. Becerra

Presidente de México Libertario y del Partido Libertario Mx. Presidente de la Alianza Libertaria de Iberoamérica. Estudió comunicación política (ITAM). Escribe regularmente en Panampost en español, El Cato y L'Opinione delle Libertà entre otros medios.

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