En las carreras presidenciales, los candidatos acostumbran publicar libros que incluyen su visión política y algunos bocetos de sus programas económicos. Resulta instructivo revisitar el texto de López Obrador, 2018: La Salida, pues en él se encontraban ya todas las señales del peligro que representaba su presidencia. El lector puede ver en él todo lo que ya pintaba mal y era necesario criticar.
Obrador denunciaba a la corrupción como uno de los peores males de la nación. Pocos negarían la validez del diagnóstico. La corrupción, como manipulación del entorno institucional y legal con el propósito de servir intereses de funcionarios públicos y otros actores políticos, ha sido un lastre de México por décadas.
Pero Andrés Manuel identificaba a la corrupción con pillaje neoliberal. Con un pillaje que, según él, caracteriza al modelo neoliberal y que se concreta en la privatización de empresas otrora pertenecientes a la nación –es decir, a la gestión gubernamental–. AMLO lamentaba que se hayan privatizado “compañías como Telmex, Mexicana de Aviación, Televisión Azteca, Siderúrgica Lázaro Cárdenas, Altos Hornos de México, Astilleros Unidos de Veracruz, Fertilizantes Mexicanos, así como aseguradoras, ingenios azucareros, minas de oro, plata y cobre; ensambladoras de tractores, automóviles y motores, y fábricas de cemento, tubería y maquinaria […], tierras ejidales, las autopistas, los puertos y los aeropuertos”. Lamentaba, además, que se hubiera incrementado “el margen de negocios para particulares nacionales y extranjeros en Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad”.
Era ya difícil entonces resistirse a ver en AMLO a un político con aspiraciones totalitarias cuando se lamentaba de que todas las empresas enunciadas hayan dejado de ser administradas por el gobierno. Es por demás curioso cómo planteaba estas preocupaciones al tiempo en que prometía un gobierno austero, sin aumentar impuestos ni incrementar deuda.
La privatización de todas estas empresas, contrario a lo que Andrés Manuel supone, no proviene de un dogma neoliberal ni de una creencia ciega en lo que él llama “supremacía del mercado”. Tampoco proviene de la idea de que “tarde o temprano”, como él dice, “la riqueza ‘goteará’ hacia la base de la sociedad”. (Aquí Andrés está haciendo eco del fantasma del “trickle-down economics”; y le llamo fantasma porque es una “teoría” que ningún economista serio defiende, que de hecho fue bautizada así por un comediante estadounidense, y que proviene de una interpretación malintencionada de la oposición de algunos economistas a poner trabas a la creación de riqueza). La privatización responde a que agentes económicos privados pueden gestionar de mejor forma los recursos, en función de que se les vuelve responsables de asumir pérdidas y ganancias. Cuando un ente privado tiene ganancias, emplea sus recursos de forma eficiente: produce bienes o servicios más valiosos para el consumidor que los bienes o servicios alternativos que podrían ser producidos con ese mismo conjunto de recursos. Y eso lo podemos deducir porque los costos que asume una empresa reflejan el valor de los insumos que emplea en usos alternativos. El precio que una empresa paga por sus insumos está determinado por las demandas de ese insumo en otros usos. Cuando una empresa tiene pérdidas, recibe un mensaje de alerta de que los recursos que emplea tendrían un mejor uso en la producción de otros bienes o servicios. Las pérdidas actúan como una presión sobre los propietarios de una empresa para reorganizar sus factores productivos de forma inteligente y eficiente.
Cuando la gestión de una empresa es asumida por el gobierno, el gobierno pierde la guía de las pérdidas y ganancias; si no está asignando recursos de forma eficiente, puede cubrir sus costos tomando recursos de empresas productivas y seguir subsanando el desperdicio.
Si entendemos la economía detrás de las pérdidas y ganancias, podremos entender por qué la siguiente queja de Andrés es poco legítima: “¿En qué se avanzó con la privatización de los Ferrocarriles Nacionales en 1995, si en estos 22 años las empresas extranjeras no construyeron nuevas líneas férreas, eliminaron los trenes de pasajeros y cobran lo que quieren por el transporte de carga?”. Lo que Andrés Manuel veía era el cese de construcción de nuevas líneas férreas y eliminación de trenes de pasajeros; lo que no veía ni se preguntaba era si los recursos liberados mediante la suspensión de esas actividades fueron más eficientemente empleados en otra parte. Y esto es bastante probable: si los costos de nuevas líneas férreas y trenes de pasajeros superaban los beneficios, la privatización logró que los recursos se movieran lejos de nuevas líneas férreas y trenes de pasajeros hacia fines más valiosos.
Andrés Manuel, sin embargo, y debo reconocerlo, hacía una crítica con la cual puede simpatizarse un poco. Andrés acusaba cierta correlación entre desigualdad económica y lo sucedido después del sexenio de Salinas. Esta correlación, sin embargo, no necesariamente es culpa de la privatización, como él creía, ni una llamada a devolverle al gobierno más poder sobre la economía. Era el resultado de una alianza deleznable entre empresarios que piden restricciones y favores, y un gobierno que les otorga favores y les concede restricciones a sus competidores. No es el problema la privatización, sino lo que en economía llamamos “neomercantilismo”. Y la cura no es más gobierno, sino menos.
Pareciera que Andrés intuía la raíz del problema cuando más tarde, refiriéndose a la forma en que “traficantes de influencias” generaban “profundos resentimientos sociales”, añadía que no estaba en contra de “quienes obtienen un patrimonio con esfuerzo, trabajo, preparación, habilidad emprendedora y talento empresarial”, pues “tales ciudadanos merecen respeto y protección”. Seguía después: “El problema es la riqueza mal habida por medios ilegales y oscuros y relaciones inconfesables con las altas esferas del poder político”. Si Andrés partiera de atender ese problema sin proponer una mayor injerencia del gobierno en los asuntos privados, yo lo aplaudiría. Pero no es el caso. Y no lo es porque después de pasar del diagnóstico a las soluciones, sugería “convertir [al gobierno] en el promotor del desarrollo político, económico y social del país”. Evidencias del fracaso de un gobierno que impone directrices con la intención buenista de desarrollar a un país están registradas en decenas de libros de historia económica y en los años de su sexenio.
La “apropiación de bienes de la colectividad” es una frase que se repite, ora de una forma y ora de otra, a lo largo del libro, para denunciar uno de los peores males del país. No podía ya confiarse en el supuesto respeto que Andrés decía extender a los empresarios, con un discurso lo suficientemente elástico para declarar como colectivo y no privado todo lo que fuera capricho del gobernante.
El resto del libro proponía ayudas varias a sectores de la población específicos. Andrés no logró esta reasignación de recursos sin dejar atendidos otros sectores. No mostró entonces en ningún momento cómo esta reasignación sería más eficiente que el orden actual. La preocupación por la eficiencia no es mero capricho de economistas como yo; es poner atención al hecho de que con una mayor eficiencia se sirven más fines para mayores capas de la población.
En otra ocasión discutimos más a detalle las ideas de Andrés. Por mientras, espero haberles mostrado algo del espíritu que motivaba sus propuestas y su potencial peligro.