Uno de los problemas que enfrenta la educación en el país consiste en las altas barreras de entrada para el sector privado: el gobierno regula, controla y supervisa los tipos de educación que deben impartirse, así como los planteles que pueden o no operar y exige una serie de requisitos a quienes de manera privada y voluntaria ofrecerían educación a otras personas en términos mutuamente aceptados.

En un país con políticas educativas serias, sin embargo, el gobierno debería tener claros los límites de su intervención sobre los contenidos educativos. En 1934, el presidente Lázaro Cárdenas ilustraba el punto opuesto; en ese momento reformaba así el artículo tercero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos:

«La educación que imparta el Estado será socialista y además de excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios, para lo cual la escuela organizará sus enseñanzas y actividades en forma que permita crear en la juventud un concepto racional y exacto del universo y de la vida social».

Afortunadamente, esa redacción desapareció de la Constitución; pero la redacción actual, aunque omite la palabra «socialista», da a entender que el espíritu de la reforma cardenista persiste, pues deja al gobierno «la rectoría de la educación».

La educación puede ser una herramienta efectiva de formación ideológica, y con tal precepto diferentes grupos de interés han guardado celosamente el poder sobre la educación pública. Si acá cargamos la tinta, podemos decir con claridad que la educación que reciben los mexicanos en las escuelas públicas es educación en la estatolatría. Los héroes de la historia de México son criminales, bandidos, políticos que urdieron asesinatos, violadores. Celebramos la conmemoración de una constitución que le da poder al gobierno sobre la vida de los ciudadanos; constitución en la que la propiedad privada no existe más que como una especie de obsequio del gobierno, que se reserva el poder de arrebatarlo en cualquier momento. Los mexicanos aprenden que deben depender del gobierno; que la expropiación, que es un eufemismo del robo, debe celebrarse; que lo que hace mejor a un país es tener buenos gobernantes; que el presidente es una suerte de autoridad máxima que enarbola los valores más elevados; que el lucro es malvado y que las empresas sólo explotarían a los trabajadores de no ser por la intervención de nobles legisladores.

Las amenazas sobre una educación de calidad, universal, abierta y antidogmática persisten cuando escuchamos las palabras de Marx Arriaga. Arriaga comentó, en un seminario titulado «Libros de Texto Gratuitos: Avances y retos de una nueva política», el pasado 22 de febrero, lo siguiente: «El gran reto (de la SEP) es hacer entender a esta gente que se ha dedicado a comercializar la educación, que genera un mercado, genera mano de obra barata para maquila, para transnacionales, que dejen del lado la educación y que permitan que el sueño de la izquierda se haga real: que es que la educación, que la cultura llegue a todos los niveles socioeconómicos».

Arriaga, que es el Director de Materiales Educativos de la SEP, añadía que se debía sacar a la iniciativa privada de la educación con el siguiente mensaje: «[Hay que] convencer a ese sector empresarial dedicado a la educación que saque las manos de la educación», con el fin de no tener a maestros y padres de familia «cautivos de políticas que generan para hacer de esto un mercado».

De lo que se quejaba Arriaga es de la participación de la iniciativa privada en los contenidos educativos o elaboración de libros de texto. Para Arriaga, como para otros socialistas, el sector privado sólo educa de manera instrumental a los intereses de capitalistas y empresarios, incrementando así la erosión sobre el tejido social.

Estas afrentas a la educación privada dejan un sabor amargo cuando reconocemos que el sistema actual favorece ya de manera artificial a la educación gubernamental. Una forma de apreciar cómo sucede esto es con un experimento mental propuesto por el economista David R. Henderson:

Supongamos que un padre identifica que valora en 10 mil pesos anuales la educación básica que provee el gobierno, que es lo que paga en impuestos. Y supongamos que el padre contempla la posibilidad de mandar a su hijo a una escuela privada, cuyo costo anual sería de 35 mil pesos.

El padre no pagará la escuela privada AUN SI LA VALORA EN 35 MIL PESOS ANUALES. Pagará la escuela privada sólo si la valora en, al menos, (10 + 35) 45 mil pesos anuales. Esto debe ser así ya que seguiría pagando los 10 mil pesos con independencia de que su hijo estudie o no en una institución privada.

En concreto, la educación «pública gratuita», financiada mediante impuestos, incrementa el costo de oportunidad de elegir educación privada.

Si el padre pudiera ahorrarse los impuestos que paga a cambio de usarlos en la educación de su elección, podría mandar a su hijo a una escuela de mayor valor. Elegiría la escuela privada con tan sólo valorarla en 35 mil pesos anuales y no 45 mil.

Tal es una de las razones por las cuales ciertos economistas abogan por una política de bonos educativos: devolverle a los padres el dinero que pagarían en educación a través de impuestos, y que podrían usar para la escuela de su libre elección.

Pero independientemente de si un sistema de bonos educativos sería el mejor para incrementar la libertad de elección de los padres sobre la educación que reciben sus hijos, lo cierto es que el sistema educativo actual, lejos de privilegiar la participación del sector privado, la hostiga. Es decir, el sistema educativo actual, ¡ya es congruente con varias de las aspiraciones del señor Arriaga!

Es preocupante que un funcionario público muestre ese grado de hostilidad a la iniciativa privada en la educación. La formación de jóvenes y niños es crucial para un mejor país y las ideas del régimen actual, un asalto a esa formación.

Por Sergio Adrián Martínez

Economista por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Administrador de Tu Economista Personal, sitio de reflexiones de economía y mercados libres.

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