Cuando los libertarios hablamos del libre mercado, de la propiedad privada, de la eliminación de aranceles o de la reducción del intervencionismo estatal, no lo hacemos sólo por eficiencia económica, sino por un principio más profundo que es la defensa del individuo frente a la imposición. Si hay algo que debe de unir a todo liberal y libertario, es la filosofía voluntarista.
El voluntarismo sostiene, de manera sencilla, que toda relación humana legítima debe surgir del consentimiento libre, nunca de la fuerza. No hay excepciones honrosas, ni justificaciones nobles, ni fines “colectivos” que valgan la violación de este principio. Si tú no aceptas un acuerdo, ese acuerdo no es moral. Y si alguien te obliga, significa que hay coerción, por ende, ausencia de voluntad. Por eso el voluntarismo no es una filosofía estética o un capricho ideológico; es un recordatorio de que la libertad sólo tiene sentido cuando es ejercida, no cuando es decorada con discursos patrióticos.
Los pensadores libertarios han desarrollado la idea desde ángulos distintos, pero convergen en el mismo punto de destino: una sociedad donde las personas actúan por elección y no por obediencia. Wendy McElroy, desde el individualismo feminista y radical, afirma que la autonomía personal es la base de la dignidad humana. Para ella, el voluntarismo no sólo es una teoría política, sino un principio que protege a las minorías, a las mujeres y a cualquier individuo que históricamente ha sido aplastado bajo instituciones autoritarias. McElroy insiste en que la autoridad legítima sólo puede surgir del consentimiento individual, no de la tradición, no de la mayoría y mucho menos de la imposición legal.
Samuel Edward Konkin III, creador del agorismo, lleva la idea a un plano más práctico y desafiante. Para Konkin, una sociedad voluntaria no se construye únicamente con teoría, sino con acción cotidiana: creando mercados alternativos y libres de coerción estatal. Su propuesta es casi espiritual en su simplicidad: si el Estado vive de la imposición, el acto más revolucionario es construir espacios donde la cooperación se dé sin él. Para Konkin, el voluntarismo es la columna vertebral de una economía auténticamente libre; es el terreno donde las personas pueden intercambiar valor sin ser tratadas como súbditos o contribuyentes cautivos.
Por su parte, Hans-Hermann Hoppe, influido por la tradición austríaca de Mises y Rothbard, argumenta que la propiedad privada es el fundamento ético de la convivencia humana. Hoppe sostiene que sólo en un entorno donde todos los vínculos sean voluntarios, desde la asociación civil hasta la comunidad en sentido amplio, puede surgir una estructura social estable. Para él, la coacción estatal no es sólo un error práctico, tambié es una violación epistemológica del orden natural de la cooperación humana. La idea de que una mayoría puede decidir cómo deben vivir los demás le parece incompatible con la lógica del consentimiento.
Aquí surge el dilema central: ¿qué daño provoca la existencia del Estado como institución coercitiva? Mucho más de lo que parece. El Estado, por definición, opera mediante la imposición de leyes que no elegiste, impuestos que no consentiste y regulaciones que debes obedecer bajo amenaza. A lo largo de la historia, esta maquinaria coercitiva ha generado dependencia, corrupción, burocracias infladas y una ciudadanía infantilizada que ya no concibe la vida sin un supervisor permanente. La coerción estructural desincentiva la responsabilidad individual. Si el Estado te salva, te regula, te vigila y decide por ti, tu autonomía se marchita.
Además, la coerción estatal distorsiona la cooperación humana. No sólo económica con subsidios, monopolios artificiales o barreras comerciales, sino también moral. Cuando la ley sustituye al acuerdo voluntario, la virtud se convierte en obligación, la ayuda se convierte en programa estatal y la solidaridad se vuelve impuesto. El Estado roba la moralidad de los actos en nombre de la organización social, y el resultado es una población que ya no distingue entre deber ético y obediencia obligada.
El voluntarismo, en contraste, propone una visión más adulta y más honesta de la convivencia. En una sociedad donde las relaciones surgen del consentimiento, las personas se responsabilizan de sus decisiones. Las asociaciones nacen de intereses comunes, no de decretos. El comercio fluye sin trabas porque nadie puede imponer privilegios o castigos. La ayuda mutua florece porque no es forzada; es elegida. La justicia deja de ser un mecanismo de castigo centralizado y se convierte en un sistema contractual donde las partes buscan reparación, no venganza institucional.
Cuando las personas interactúan voluntariamente, se crea armonía porque todos los involucrados perciben valor en la interacción. Nadie está ahí obligado. Nadie actúa por miedo. Nadie depende de un árbitro armado que vigile cada movimiento. Esa confianza mutua genera cooperación genuina, innovación, estabilidad social y una sensación profunda de libertad: la de saber que tu vida te pertenece de verdad.
En último término, defender el voluntarismo es defender la esencia misma de la civilización, defender la cooperación pacífica entre individuos libres. Es afirmar que las personas son capaces de construir, amar, crear, comerciar y organizarse sin que alguien las amenace o les dicte la ruta. Es rechazar la infantilización política y abrazar una visión del ser humano como agente moral pleno.
El voluntarismo no es un sueño utópico ni un capricho filosófico. Es la base ética más coherente para cualquier sociedad que aspire a la libertad. Si la legitimidad surge del consentimiento, entonces sólo las relaciones voluntarias respetan la dignidad humana. Y si queremos una convivencia auténtica, madura y pacífica, la coerción debe ceder paso a la libertad. En esa transición de la imposición al acuerdo, del miedo a la responsabilidad, del Estado al individuo; se encuentra el camino hacia una sociedad más armoniosa y honesta.
Y ahí, en la soberanía de cada persona sobre su propia vida, comienza la verdadera libertad.
