El camino iniciado en Argentina el 10 de diciembre de 2023 no fue un simple relevo político, sino un cambio de paradigma. Durante años, el país alimentó la ilusión de que expandir el gasto, multiplicar las protecciones y regular cada rincón de la economía garantizaba justicia y prosperidad. La realidad, en cambio, mostró exactamente lo contrario: una inflación desbordada, un aparato público convertido en un fin en sí mismo y una sociedad comprimida entre expectativas irreales y dependencias crecientes. Cuando el nuevo gobierno encabezado por Javier Milei —economista libertario, profundo conocedor de la teoría del capital, del dinero y del ciclo económico, y estudioso riguroso de la tradición austro-americana— asumió el mando, la nación sudamericana era un sistema al borde de la bancarrota y la disolución, atrapado en una espiral que se alimentaba de sus propias distorsiones. Con el nuevo presidente, esa espiral finalmente se rompe: no por un gesto político, sino por necesidad histórica.

Dos años después, la trayectoria muestra un cambio nítido. La pobreza registra una disminución significativa, la indigencia se ha reducido, la inflación ya no devora el ingreso en cuestión de semanas y el riesgo soberano vuelve a parámetros que devuelven credibilidad a las cuentas públicas. No son datos que describan un milagro, sino el resultado de un orden finalmente restablecido.

La política monetaria dejó de ser una caja abierta para financiar el gasto corriente; la disciplina fiscal ya no es una promesa, sino una regla operativa; la estabilidad del valor se volvió un punto de partida y no un deseo. Se confirma así un principio elemental: sin una moneda sana, una nación pierde la medida de todo. El efecto inmediato aparece en las expectativas: una economía no avanza a ciegas cuando puede formular previsiones, no huye al exterior cuando reconoce coherencia en las señales de política económica y no se paraliza cuando cesa el arbitrio.

La reducción de ministerios no pertenece al ámbito de los gestos simbólicos. Es el reconocimiento teórico y práctico de una verdad que el propio Milei repetía desde hace años: un Estado hipertrofiado no protege a los ciudadanos; los atrapa dentro de su propia ineficiencia. Cuando la maquinaria administrativa consume más recursos de los que genera, el resultado no es un bienestar más sólido, sino un aparato más hambriento. De la misma manera, la desaparición de los bloqueos callejeros devuelve una normalidad elemental hecha de derechos que no deberían ser negociables: moverse, trabajar, comerciar. La parálisis permanente, presentada como una forma de reivindicación democrática, había convertido el espacio público en una arena de veto continuo, generando costos dispersos para empresas, trabajadores y consumidores.

Pero el cambio más profundo se encuentra en la estructura normativa. Con la eliminación de miles de regulaciones, se redujeron los costos de transacción, se amplió el espacio para la iniciativa y se devolvió tiempo y certidumbre a quienes invierten. No se desreguló por ideología, sino para liberar lo que el poder asfixiaba. Es la traducción contemporánea de lo que los economistas austriacos enseñaron: el orden no nace de la ingeniería, sino de la interacción espontánea; el progreso no surge de modelos impuestos, sino de la creatividad no obstaculizada. El crecimiento no estaba frenado por límites tecnológicos ni por escasez de capital humano, sino por una superestructura que impedía incluso a las actividades más simples desarrollarse. Eliminar esas trabas no significa desregular por impulso, sino colocar al poder dentro de los límites necesarios para que la sociedad pueda funcionar.

Incluso la mejora en los indicadores de seguridad, entre ellos la disminución de los homicidios de mujeres, encuentra explicación en la recomposición del orden institucional. Donde las reglas recuperan su significado, la violencia retrocede. La certeza jurídica no es una abstracción: cuando el Estado se concentra en sus tareas esenciales, fortalece la aplicación de la ley, reduce el arbitrio y reconstruye la previsibilidad del entorno social. Incluso aquello que parece ajeno a la economía responde a la misma lógica de responsabilidad: donde la autoridad no oscila entre permisividad y confusión, la violencia pierde terreno.

La transición no ha sido indolora y no podía serlo. Abandonar un modelo en el cual la asistencia se había convertido en sustituto del crecimiento implica —y seguirá implicando— un choque inevitable. Sin embargo, por primera vez en décadas, el esfuerzo no está destinado a sostener un sistema fallido, sino a construir una base real. La estabilidad del valor, el fin del gasto sin respaldo, la reducción de la invasión regulatoria y la devolución de autonomía a los ciudadanos crean un entorno donde el trabajo es recompensado, el ahorro no es confiscado por la inflación y el riesgo empresarial puede finalmente tener sentido económico.

Argentina aún no es lo que podría llegar a ser. Sin embargo, recuperó la condición previa para cualquier renacimiento: elegir su propio camino sin pedir permiso al poder. Durante muchos años se pidió salvación a una autoridad incapaz de otorgarla, porque era ella misma el origen de la crisis. Hoy aparece una alternativa que el líder libertario del país del Río de la Plata, como estudioso antes que político, había señalado con claridad: no un milagro, sino una dinámica que acompaña a toda sociedad liberada de la gestión omnipresente del Estado. Donde la autoridad deja de ocupar todo el espacio, la sociedad vuelve a producir lo que ningún gobierno puede fabricar: bienestar, confianza y futuro.

Y es aquí donde se sitúa la advertencia, no solo para Buenos Aires sino para toda sociedad avanzada: el orden recuperado nunca es definitivo. Basta una emergencia interpretada de forma oportunista para que el poder vuelva a expandirse. Las conquistas institucionales no son un trofeo que exhibir, sino un equilibrio que resguardar.

El paso decisivo consiste en reconocer que el orden no nace en el centro, sino en la responsabilidad distribuida. El mundo no necesita poderes más extensos, sino límites más claros. La libertad no requiere aparatos más grandes, sino autoridades más acotadas.

Y hoy, después de años de desconcierto, el Estado dirigido por Milei ya no es la nación que implora compasión: ya no canta “Don’t cry for me Argentina”, porque al fin ha dejado de llorar por sí misma.

Sandro Scoppa: abogado, presidente de la Fundación Vincenzo Scoppa, director editorial de Liber@mente, presidente de la Confedilizia Catanzaro y Calabria.

Por Víctor H. Becerra

Presidente de México Libertario y del Partido Libertario Mx. Presidente de la Alianza Libertaria de Iberoamérica. Estudió comunicación política (ITAM). Escribe regularmente en Panampost en español, El Cato y L'Opinione delle Libertà entre otros medios.

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