El mensaje del mandatario argentino no promete paraísos fiscales: desafía la idea de que el Estado es el propietario oculto del ahorro privado.
En los últimos días, el Senado argentino aprobó dos medidas centrales de la agenda económica del Gobierno: la ley de presupuesto 2026, orientada a equilibrar las finanzas públicas, y una reforma tributaria denominada «Ley de Inocencia Fiscal».
El anuncio estuvo acompañado de un extenso mensaje público del presidente Javier Milei, quien habló de un punto de inflexión histórico y una ruptura con décadas de políticas anteriores.
Más allá del tono rimbombante, el asunto merece un análisis por su impacto real en la relación entre el Estado y sus ciudadanos. En concreto, la reforma aborda tres puntos clave. En primer lugar, eleva drásticamente los umbrales a partir de los cuales la evasión fiscal se convierte en sancionable penalmente, separando los errores fiscales del fraude deliberado. En segundo lugar, reduce los plazos de liquidación de las autoridades fiscales, acortando el tiempo en que las autoridades públicas pueden intervenir. Por último, introduce un régimen simplificado del impuesto sobre la renta basado exclusivamente en la facturación anual, independientemente de las variaciones en el patrimonio o los niveles de consumo.
El objetivo declarado es permitir a los contribuyentes regularizar su situación sin exponerse automáticamente a sanciones penales y utilizar sus ahorros acumulados sin vivir bajo la amenaza constante de auditorías retroactivas.
Pero la trascendencia de la reforma va más allá de sus artículos individuales. Desafía una visión tradicionalmente sostenida: la de considerar a los ciudadanos como potenciales evasores fiscales, los activos como indicios de irregularidades y los ahorros como condiciones justificables. En un sistema donde incluso las desviaciones más mínimas podían dar lugar a investigaciones penales y donde los plazos de liquidación se prolongaban durante años, las autoridades fiscales dejaron de ser un órgano administrativo y asumieron las características de un poder supervisor. El derecho penal, en última instancia, se convirtió en una herramienta estándar para gestionar los ingresos fiscales. El resultado no fue una mayor legalidad, sino un clima de permanente incertidumbre jurídica, en el que todo ciudadano vivía bajo sospecha. El aumento de los umbrales penales y la reducción de los plazos de liquidación deben interpretarse precisamente desde esta perspectiva. No como una indulgencia hacia el comportamiento fraudulento, sino como la reafirmación de un límite: no todo lo irregular es delictivo, y no todo lo imponible debe investigarse. Donde todo es potencialmente delito, nada es verdaderamente ley.
El nuevo régimen simplificado del impuesto sobre la renta también supone un cambio profundo. Gravar la actividad declarada, sin examinar el origen de la riqueza ni el volumen del consumo, supone abandonar una concepción moral e intrusiva de la tributación. La riqueza deja de ser un hecho explicable, el consumo un indicador de culpa y la acumulación una provocación.
Es cierto: la retórica del «para siempre» pertenece al lenguaje político, no al jurídico. Ninguna ley puede limitar el futuro. Pero detenerse en este punto es perder el hilo. El valor de la reforma no reside en la ilusión de irrevocabilidad, sino en la inversión del orden de los factores: primero la disponibilidad de recursos propios, luego los impuestos; primero el ciudadano, luego el Estado. El presupuesto equilibrado, que acompaña a la reforma fiscal, completa el panorama. No porque los presupuestos equilibrados sean un fetiche, sino porque señala el deseo de que el gasto público vuelva a estar dentro de límites reales, interrumpiendo el mecanismo que sistemáticamente traslada los costos de las decisiones presentes al futuro.
Dejando a un lado los eslóganes, el mensaje que emerge es claro: cuando el poder realmente retrocede, la sociedad no se derrumba. Deja de vivir con miedo, comienza a producir y a elegir de nuevo, y vuelve a considerar el ahorro no como un pecado justificable, sino como el resultado legítimo de la acción individual.
Sandro Scoppa: abogado, presidente de la Fundación Vincenzo Scoppa, director editorial de Liber@mente, presidente de la Confedilizia Catanzaro y Calabria.
