La Universidad de León ha programado una «Microcredencial Universitaria en Pedagogía Antifascista» que, apuesto, va a ser impartida por fascistas de izquierda. Si de verdad estuviesen contra la violencia política y la propaganda tóxica habrían propuesto una «Microcredencial Universitaria en Pedagogía ANTITOTALITARIA» incluyendo al fascismo, al comunismo y, hoy en día cada vez más emergente, al fundamentalismo islámico.
El temario incluiría a Simone Weil, Hannah Arendt, Martin Amis, Popper, Orwell, Havel, Kołakowski, Miłosz, Camus, Jeanne Hersch, Berlin, Chaves Nogales, Unamuno… Pero las universidades están siendo tomadas por la extrema izquierda, cada vez más sesgada al extremismo, el radicalismo y lo ultra. Por ello, una pedagogía antitotalitaria sería pólvora intelectual contra el búnker del núcleo irradiante de la extrema izquierda comunistoide a fuer de fascistoide, con perspectiva de género y vistas a la Meca. Y es que el totalitarismono murió en 1989, sino que se reinventa en camisetas, tuits, reels y en promesas de redención instantánea. El socialismo aliado del islamismo es la última versión de los enemigos de la sociedad abierta en el siglo XXI.
La noción de pedagogía antifascista, cada vez más frecuente en el discurso académico contemporáneo, parte de una premisa moral legítima: la necesidad de educar contra la violencia política, el autoritarismo y la intolerancia. ¿Quién no va a estar contra la guillotina y el piolet como tácticas políticas? Sin embargo, su formulación práctica ha tendido a reproducir lo que dice combatir, convirtiendo la crítica al fascismo en un instrumento de exclusión ideológica, donde solo una sensibilidad política —la de izquierda, obviamente— parece tener derecho de palabra.
El problema de fondo no es semántico, sino epistemológico. Reducir el mal político al «fascismo» implica ignorar otras formas históricas y vigentes de totalitarismo. El comunismo soviético, el maoísmo chino, el castrismo cubano o el fundamentalismo islámico son expresiones de la misma lógica: la anulación del individuo en nombre de una redención colectiva. Si la universidad pretende formar ciudadanos libres, debería enseñar a identificar y resistir toda forma de absolutismo, independientemente de su signo ideológico o religioso.
Por ello, más pertinente que una pedagogía «antifascista» sería una pedagogía antitotalitaria, centrada en la defensa de la libertad de conciencia, el pluralismo moral y la autonomía del pensamiento crítico.
Una pedagogía verdaderamente antitotalitaria debería apoyarse en una constelación de autores que, desde distintas tradiciones, reflexionaron sobre los mecanismos de la servidumbre ideológica. Simone Weil analizó el poder como la capacidad de convertir al hombre en cosa; Hannah Arendt describió la banalidad del mal y la tentación de la obediencia; Karl Popper advirtió que las utopías políticas desembocan inevitablemente en tiranías; Isaiah Berlin distinguió entre la libertad como autonomía y la libertad como imposición moral.
Del mismo modo, escritores como Orwell, Camus, Miłosz, Havel o Kołakowski mostraron, cada uno a su manera, la trágica metamorfosis del ideal revolucionario en dogma opresivo. En el ámbito hispanoamericano, nombres como Chaves Nogales, Reinaldo Arenas, Vargas Llosa y Cabrera Infante recordaron que la libertad de pensamiento y expresión solo florece allí donde la disidencia no se penaliza.
Finalmente, en el contexto actual, el análisis del fundamentalismo religioso exige incorporar voces procedentes del mundo islámico y de su crítica interna: Ayaan Hirsi Ali, Taslima Nasrin, Ibn Warraq, Salman Rushdie, Maryam Namazie o Boualem Sansal. Todos ellos comparten una experiencia común: la persecución religiosa por disentir de los mulás integristas, los ayatolás fundamentalistas, los imanes islamistas.
Especifiquemos. El itinerario de una pedagogía antitotalitaria podría estructurarse como una sucesión de lecturas que, desde distintos contextos históricos y sensibilidades morales, trazan un mismo aprendizaje: el reconocimiento del poder como fuerza deshumanizadora y la defensa de la libertad como resistencia interior. Comenzaría con Sobre el totalitarismo de Simone Weil (en la editorial Página indómita), de moda ahora gracias a Byung Chul-Han y ¡Rosalía!, quien advirtió que toda dominación política empieza por una degradación metafísica. Le seguiría Jeanne Hersch, para quien en El derecho de ser hombre la libertad «no es un regalo del Estado, sino su enemigo natural», recordando que el Estado tiende siempre a absorber lo que debería proteger. En El hombre rebelde, Albert Camus enseñó que «rebelarse es decir ‘hasta aquí’, no ‘más allá'», una ética del límite que impide que la justicia se transforme en fanatismo. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, diagnosticó la modernidad con una frase que duele por su precisión: «el mal banal no es excepcional, es rutinario». Karl Popper, desde La sociedad abierta y sus enemigos, previno contra la tentación utópica, pues «la utopía es la receta perfecta para la tiranía». Y Isaiah Berlin, en Dos conceptos de libertad, demostró que la llamada libertad «positiva» puede convertirse en la puerta trasera del gulag.
Con Raymond Aron y su Opio de los intelectuales llegamos al espejo de las élites cómplices: «el intelectual que justifica la tiranía firma su propia acta de defunción». En Homenaje a Cataluña, George Orwell ofreció el testimonio más descarnado de la traición entre totalitarismos: «en la guerra civil vi al fascismo y al comunismo besarse en la boca». Weil y Koestler también lo vieron y denunciaron. Martin Amis, en Koba el Temible, actualizó la denuncia: «Stalin mató a 20 millones y aun así hay quien le pone flores». Czesław Miłosz, en La mente cautiva, llamó a esa hipocresía el Ketman, «el arte de fingir que crees en lo que odias». Frente a ello, Václav Havel, en El poder de los sin poder, propuso una salida ética: «vivir en la verdad es el único acto revolucionario que queda».
Desde una ironía lúcida, Leszek Kołakowski confesó en Cómo ser conservador-liberal-socialista: «soy marxista, pero solo los domingos», una fórmula que resume la desconfianza moderna hacia los absolutos. Carlos Franqui, en Retrato de familia con Fidel, sintetizó la tragedia cubana: «Fidel no traicionó la revolución; la revolución era la traición». Reinaldo Arenas, en Antes que anochezca, lo expresó en clave corporal: «en Cuba, hasta el deseo es contrarrevolucionario». Guillermo Cabrera Infante, desde Tres tristes tigres, defendió la subversión del lenguaje: «la dictadura también se combate con juegos de palabras». Mario Vargas Llosa, en La fiesta del Chivo, recordó la metamorfosis del poder personalista: «el caudillo siempre empieza como salvador y termina como verdugo».
Cierra el recorrido la dimensión más metafísica de la libertad. Jorge Luis Borges, en Deutsches Requiem, advirtió que «el fanatismo es la única pasión que no envejece», mientras Octavio Paz, en El ogro filantrópico, denunció al Estado que, bajo la máscara de benefactor, se devora a sí mismo: «el poder absoluto corrompe absolutamente, incluso si dice amar al pueblo». En conjunto, estas voces componen un mapa ético e intelectual que enseña a desconfiar del poder cuando se disfraza de virtud, y a reconocer en la defensa de la libertad —no en su gestión— el núcleo de toda pedagogía verdaderamente humana.
Por supuesto, ahora que un socialista comunistoide y musulmán islamistoide se ha hecho con la alcaldía de Nueva York, que es como vestir a la Estatua de la Libertad con burka, habría que añadir un apartado para denunciar la colusión entre la izquierda y el islamismo. El último cuarto del curso sería así puro fuego hereje. Ayaan Hirsi Ali, exmusulmana somalí, cuenta cómo escapó de la mutilación genital y del matrimonio forzado para terminar en el Parlamento holandés. Ibn Warraq, seudónimo de un pakistaní exiliado, desmonta el Corán versículo a versículo en el russellinano ¿Por qué no soy musulmán? Taslima Nasrin, médica bengalí condenada a muerte por fatwa, lee su novela Lajja sobre pogromos antihindúes en Bangladesh. Salman Rushdie llega con su memoir Joseph Anton: «Vivir bajo fatwa es como tener a Stalin en tu buzón». Maryam Namazie, iraní exiliada en Londres, organiza el «Consejo de Exmusulmanes» y grita: «¡Apostatar no es traición, es liberación!». Y Boualem Sansal, argelino que escribe en francés, cierra con su distopía 2084: «El islamismo es el comunismo con barbas y oración». Estos pensadores son fundamentales ante el quintacolumnismo islamista dentro de nuestras sociedades abiertas, demasiado abiertas si es que no alzamos diques intelectuales contra los que pervierten el sistema desde dentro, al estilo de Heidegger y Schmitt en la república de Weimar, los izquierdistas bolcheviques y anarquistas durante la segunda república española: Tariq Ramadan aduce un «islam moderado» para terminar justificando la sharía. Edwy Plenel defiende el velo islámico como complicidad con la opresión. Y el estalinista confeso Zizek critica al islamismo pero siempre termina en «pero Occidente es peor».
Una universidad que aspire a ser algo más que un centro de instrucción técnica debe recuperar su función crítica frente a cualquier forma de poder absoluto. No se trata de promover una neutralidad estéril, sino de cultivar una racionalidad abierta, consciente de sus límites y de su vulnerabilidad ante la propaganda. La educación antitotalitaria no consiste en reemplazar un dogma por otro, sino en enseñar a reconocer el mecanismo mismo del dogmatismo: la renuncia a la duda, la fe en el líder o en la causa, la estetización de la violencia, la subordinación del individuo a una abstracción moral o histórica.
El objetivo de una pedagogía de este tipo no sería formar militantes, sino ciudadanos capaces de soportar la incertidumbre de la libertad. Por ello, la lectura de Weil, Arendt o Havel no es un ejercicio erudito, sino una práctica de higiene intelectual frente al contagio del fanatismo. En tiempos de polarización ideológica y moralismo mediático, el totalitarismo adopta formas más sutiles: se disfraza de corrección política, de empatía institucional, de identidad herida, de diversidad racializada o de redención colectiva. Frente a estas mutaciones, la universidad tiene la responsabilidad de ofrecer un horizonte más alto: la defensa incondicional de la libertad individual frente a los colectivistas de todas las sectas, ideológicas y religiosas. Una Pedagogía Antitotalitariano enseña qué pensar, sino cómo preservar el derecho a pensar sin miedo. Porque, como escribió Czesław Miłosz en La mente cautiva, uno de los libros que más conciencias ha despertado y advertido contra el totalitarismo en su denuncia de los comunistas, «cuando un intelectual se arrodilla ante el poder, no solo pierde su dignidad: la pierde por todos nosotros». Hoy es Nueva York, mañana puede ser (ponga aquí, estimado lector, su megaurbe, ciudad, pueblo o aldea).
Publicado originalmente en Libertad Digital: https://www.libertaddigital.com/club/ideas/2025-11-08/santiago-navajas-como-enfrentar-a-los-nuevos-enemigos-de-la-sociedad-abierta-7317735/
