Muchas personas romantizan a los líderes estatales y gubernamentales, porque proyectan en los mismos una idealización romántica de sus creencias personales, las que pueden ser expresiones sinceras y genuinas de esperanza, fraternidad y deseo de un futuro mejor. Sin embargo, estas idealizaciones ignoran a menudo lo conceptual y la realidad práctica, y no consideran la naturaleza autoritaria, hostil y frívola de la burocracia gubernamental. El gobierno casi nunca es lo que uno cree, pero siempre es lo que realmente logra, ejecuta y hace de forma recurrente.

De hecho, es innegable que ‒tanto en la derecha como en la izquierda‒ existe una fuerte tendencia entre los votantes a idealizar al gobierno, al estado de derecho democrático, y a la clase política, porque muchos creen firmemente que las instituciones republicanas reúnen a personas genuinamente preocupadas por el futuro y la prosperidad de la nación. Pero ¿qué dirían si les dijera que todos en el gobierno tienen intereses egoístas, a menudo son egocéntricos y ególatras, tienen objetivos que nada tienen de altruistas, y no desperdician ni un segundo de sus vidas inventando el infame mito colectivo del “bien común”?

Permítanme comenzar esta reflexión afirmando que la política no es tan compleja como creemos. De hecho, opera sobre un eje demasiado humano (como debería ser). Por lo tanto, no debemos esperar que la política sea perfecta ni que ofrezca soluciones adecuadas a los problemas y dramas humanos. De hecho, la política está plagada de los mismos vicios, defectos y anomalías que encontramos en la sociedad. Pero cuando estos vicios, defectos y anomalías son institucionalizados como políticas de estado, tenemos una sociedad de conflicto, opresión, intimidación y abuso del poder estatal. Exactamente como la que tenemos actualmente en Brasil, con un poder judicial omnipotente que lo controla absolutamente todo. De hecho, controla tanto, que ha logrado volver completamente irrelevante al poder ejecutivo.

Lo que los votantes convencionales y los fervientes creyentes en la religión del gobierno no comprenden es que, independientemente de quién esté al mando, el estado es inherentemente peligroso. Y ésto se debe a una razón muy sencilla: el estado es un eje central del poder. En consecuencia, invariablemente atraerá a su epicentro a individuos desesperados por obtener poder y control sobre otros. Por lo tanto, es perfectamente razonable reconocer que el estado es un imán para psicópatas, individuos disfuncionales y megalómanos autoritarios, quienes utilizarán la estructura oficial de poder para ascender en la jerarquía gubernamental, obteniendo así el “derecho” a gobernar a otros. Ésto puede ser hecho a través de la política, del voto, o de cargos formales en departamentos específicos.

En cuanto a los votantes, el estado les permite elegir senadores y representantes, pero no delegados ni jueces. Por lo tanto, la política es la vía más fácil para quien desea alcanzar una posición de poder. Puestos como oficiales de policía, jueces, jueces de apelación o jefes de policía, requieren un grado de especialización y conocimientos técnicos que no se espera de quienes desean una carrera política. Sin embargo, a pesar de la especialización que se les exige para ocupar ciertos puestos, estas personas generalmente no pueden ejercer el mismo poder que quienes ocupan cargos en el poder ejecutivo.

Por supuesto, las instituciones estatales no son los únicos espacios de la sociedad donde un individuo puede obtener poder y control. Las grandes corporaciones, las multinacionales y las organizaciones no gubernamentales suelen reunir a individuos autoritarios y desequilibrados en puestos de poder y liderazgo. Sin embargo, el poder que estos individuos ejercen sobre los demás es muy limitado, y no se puede comparar con el que ejerce un funcionario del gobierno.

Supongamos que Ud. trabaja en un departamento de un gran conglomerado multinacional. Si tiene un jefe autoritario con una personalidad difícil, que le impone exigencias poco realistas, es imposible de complacer y tiene un poder absoluto sobre Ud., sabemos muy bien que sólo puede ejercer este poder dentro de la empresa y durante el horario laboral. Si la situación se vuelve insoportable, Ud. es libre de renunciar e irse a otra empresa. En cualquier caso, es una situación de la que puede escapar con relativa facilidad.

Sin embargo, si un político, un juez, un policía o cualquier otro psicópata del estado quiere intimidarlo, tiene poder oficial sobre Ud. a cualquier hora del día o de la noche, en todo el país. La única manera de escapar de la persecución estatal es mudarse a otro país. Y, a veces, ni siquiera eso resuelve el problema; siempre existe el riesgo de deportación.

Aquí, por lo tanto, establecemos la importante diferencia entre la autoridad privada y la autoridad gubernamental. Ambas pueden ser insufribles y abusar de su poder, pero la autoridad privada es completamente limitada. La autoridad gubernamental, en cambio, no tiene límite alguno.

Se puede argumentar que el estado de derecho democrático ofrece protección contra los abusos de poder. Lo cierto es que esta supuesta protección sólo existe en el papel. En la práctica, la policía podría disparar primero y preguntar después ‒como suele ocurrir en Brasil‒, o un agente de seguridad pública podría detenerlo sin previo aviso y torturarte durante el interrogatorio para obligarlo a confesar lo que quieran, incluso si no cometió el delito del que pretenden acusarlo.

Actualmente existe un factor agravante. No debemos olvidar que nos encontramos bajo una dictadura judicial opresiva y arbitraria, y que cierto juez tiene el poder absoluto para hacer lo que quiera con Ud. Podría condenarlo a catorce años de prisión por algo que ni siquiera constituye un delito real (el caso de Débora Rodrigues), o podría ordenar su arresto por un delito que ni siquiera cometió (el caso de Clériston Pereira da Cunha, quien murió en la penitenciaría de Papuda). De hecho, el actual monarca supremo de Brasil puede ordenar su arresto por cualquier cosa, alegando “crímenes masivos”, una aberración legal que genera controversia incluso entre los positivistas legales.

El actual monarca supremo de Brasil no necesita razones reales para arrestarlo. Sólo necesita considerar la posibilidad de que Ud. haya hecho o dicho algo que no le guste, y listo. Encontrará una justificación legal para acusarlo y luego castigarlo con máxima severidad. Así es como funciona el estado de derecho democrático, y atrae precisamente a este tipo de personas a su eje: individuos con personalidades autoritarias, desesperados por controlar y subyugar a otros.

Lo cierto es que nada de ésto debería resultar extraño para quien comprenda el comportamiento humano. ¿Por qué ciertas personas eligen ser senadores, representantes, gobernadores, presidentes, jueces, jueces de apelación o policías? Bueno, déjenme compartirles un secreto: no es porque amen a la humanidad, empaticen con los ancianos, se preocupen por los niños o tengan el deseo genuino de hacer del mundo un lugar mejor.

Eso es muy poético, pero demasiado fantasioso. Así no funciona el mundo real. Sin embargo, hay muchos adultos que creen genuinamente en idealizaciones infantiles y proyecciones emocionales utópicas, atribuyendo buenas intenciones a todo tipo de figuras públicas, simplemente porque forman parte de un gigantesco plan colectivo llamado gobierno.

En realidad, este ente llamado gobierno está completamente obsesionado con oprimir y subyugar al individuo, reduciéndolo a menos que nada, si es posible. De hecho, es una locura inconcebible que la gente común, privada de poder, defienda una organización tan sórdida y nefasta, decidida a aniquilarlos persistentemente por cualquier medio. Si quienes gobiernan no terminan literalmente con sus vidas, harán todo lo posible por aplastar su libertad y su resistencia a la autoridad.

Además, debemos reconocer que las autoridades tienen la perniciosa inclinación natural a difamar la libertad, ya que la clasifican constantemente como algo perverso y dañino. También intentan con frecuencia relativizarla.

Para reforzar este argumento, vale la pena recordar algunas declaraciones ominosas de la dictadora autoritaria del Supremo Totalitarismo Federal, Carmen Lúcia: “La libertad no es un derecho, es un sentimiento, una emoción humana”.

La censura está constitucionalmente prohibida, éticamente prohibida, moralmente prohibida … Está prohibida, diría yo, incluso espiritualmente. Pero tampoco puede permitirnos vivir en un ágora donde hay 213 millones de tiranos mezquinos. Brasil es soberano, la ley brasileña es soberana.

No me cabe duda de que figuras históricas reconocidas, como Benito Mussolini, Adolf Hitler, Fidel Castro y Hugo Chávez, coincidirían con estas frases, plena e incondicionalmente. Estoy absolutamente seguro de que ‒si vivieran‒ incluso elogiarían a Carmen Lúcia,.

Analicemos la primera parte de la frase: “La libertad no es un derecho, es un sentimiento (…)”. Aquí, el dictador totalitario del Tribunal Supremo sitúa la libertad en un plano abstracto, afirmando que no es un derecho individual inalienable, sino simplemente un estado emocional.

Ésta es, como mínimo, una relativización extremadamente dañina, repugnante y repulsiva. Pero brillante, sin duda, si pretende lanzar un ataque generalizado contra las libertades individuales, en el marco de la legalidad democrática. Carmen Lúcia tiene la astucia de un zorro dispuesto a robarle la comida a un lobo. No tiene el coraje de atacar a un depredador, pero sí está dispuesta a robarle la presa.

La segunda parte de la frase es obviamente peor. Comienza afirmando lo obvio: “La censura está constitucionalmente prohibida, éticamente prohibida, moralmente prohibida (…)”. Sin duda, la censura es una forma de represión extremadamente dañina, opresiva e injustificable. La censura puede ser aceptable en el ámbito privado, pero es inaceptable en el público. Todos tienen derecho a expresar sus opiniones, sean cuales sean.

Sin embargo, tras declarar “la censura está prohibida”, la dictadora totalitaria Carmen Lúcia afirma que “no puede permitir (…) 213 millones de tiranos soberanos mezquinos. Brasil es soberano, la ley brasileña es soberana”.

Obviamente, Carmen Lúcia se contradice aquí, como es habitual entre los dictadores. Dijo algunas verdades, disimuladamente entre mentiras escandalosas. Ésta es una estrategia muy común entre los dictadores, pues pretenden engañar a la población y manipular la opinión pública actuando con malicia y coerción, pero amparados por una fachada de benevolencia, basada en actitudes aparentemente nobles y altruistas. Sin embargo, lo que realmente pretenden es imponer su visión política a toda la sociedad, sin resistencia alguna.

Bueno, si no hay censura, se respeta la soberanía individual. En consecuencia, todos los ciudadanos brasileños son soberanos. Pero Carmen Lúcia, en última instancia, niega la soberanía individual de los 213 millones de ciudadanos brasileños, pues afirma “Brasil es soberano, la ley brasileña es soberana”.

En esta última frase expresa su convicción definitiva sobre el poder. Y sobre quién cree que debería ostentar el poder, quién debería ser la autoridad, y quién debería tener la última palabra en todo. Para Carmen Lúcia, la dictadora totalitaria del Supremo Tribunal Federal, es el estado omnipotente el que debe tener poder ilimitado sobre todo y todos, pues “la ley brasileña es soberana”. Para Carmen Lúcia, los ciudadanos no pueden ser soberanos. Al contrario, los ciudadanos deben ser aplastados por el martillo del estado cuando las autoridades, según sus sentimientos y deseos personales, consideren conveniente oprimir a los ciudadanos.

Para rematar esta situación tiránica, la expresión “la ley brasileña es soberana” es un excelente soliloquio en el funeral de las libertades individuales ya que, de hecho, en Brasil no tenemos ley. Lo que tenemos hoy es un cuerpo de jueces que interpretan la ley según sus propios intereses personales, mediante cláusulas legales meticulosamente seleccionadas según el acusado y la ocasión.

Actualmente, no existe imparcialidad técnica ni objetividad formal en la interpretación del código legal por parte del poder judicial brasileño, y ésto se ha vuelto particularmente común en el caso del Supremo Tribunal Federal. Lo que tenemos hoy son jueces que seleccionan las leyes y cláusulas legales más adecuadas para juzgar a un acusado determinado. Y luego, las leyes y cláusulas legales seleccionadas son interpretadas de tal manera que formalizan un veredicto que ya había sido emitido mucho antes en la mente de los jueces.

En los juicios del Tribunal Supremo, la condena o la absolución dependen en gran medida de la postura política del acusado en cuestión. La práctica del derecho penal legítimo es algo que simplemente no existe en Brasil hoy en día. Lo que existe son tribunales políticos tiránicos que operan bajo una fachada de legalidad institucional.

Lo cierto es que cualquier gobierno del mundo, sin importar dónde se encuentre, puede transformarse en una dictadura y, de la noche a la mañana, convertirse en un régimen extremadamente opresivo y autoritario. Si hablamos de una democracia, esta escalada autoritaria es inevitable. Las democracias no preservan las libertades individuales, y mucho menos las respetan. Democracia es el nombre que damos a un tipo muy específico de dictadura, una dictadura cuyo poder no se concentra completamente en una persona, sino en un grupo de personas.

Sin embargo, lo que mucha gente no comprende es que los mecanismos que impulsan una dictadura convencional y una democracia constitucional son esencialmente los mismos: el deseo de una coalición de políticos, burócratas, cabilderos y corporativistas de adquirir poder y ejercer autoridad sobre todos los demás miembros de la sociedad. Y ésto, en sí mismo, hace de cualquier democracia una inmoralidad repulsiva y degradante, que debe ser expuesta como la vil, opresiva y dañina calumnia que realmente es.

Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

Publicado originalmente por el Instituto Rothbard: https://rothbardbrasil.com/gobierno-‒-coalicion-de-psicopatas-y-dictadores-desesperados-por-poder-y-control/

Varius Avitus Bassianus.- Es un anarcocapitalista brutalista, que afirma que el estado es una deplorable anomalía jurídica, moral y psicosocial, que necesita ser erradicada lo antes posible.

Por Víctor H. Becerra

Presidente de México Libertario y del Partido Libertario Mx. Presidente de la Alianza Libertaria de Iberoamérica. Estudió comunicación política (ITAM). Escribe regularmente en Panampost en español, El Cato y L'Opinione delle Libertà entre otros medios.

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